lunes, 24 de septiembre de 2012

¿Leer o desfilar?

Por algunos años mi vida transcurrió itinerante. La mayor parte de mi juventud e infancia transcurrió entre la zonas 1, 2 5. En plenas faldas del cerro del Carmen me tocó presenciar los desfiles del 15 de septiembre. Recuerdo la estridencia de las trompetas, la impertinencia de los redoblantes, los xilófonos, las mujeres haciéndose un queso con faldas cortas. Antes pensaba que eso era la celebración de la Independencia. Y me parece que muchos estudiantes y muchos profesores todavía lo creen.

Ocurre que los preparativos para el tal desfile se realizan con tanto ahínco, que realmente se les olvida la esencia del significado de celebrar a la patria en su aniversario. Me pregunto, ¿cuál es el tal fervor patrio marchando? ¿No será mejor que los estudiantes conozcan la historia, que se cuestionen la veracidad de la Independencia?

Muchos llegan a la universidad y no saben quién es José Cecilio del Valle o lo que es inaudito dónde se firmó el Acta de la Independencia. El tal desfile ocasiona una cantidad de gastos innecesario a los padres. Además, los estudiantes marchan y los catedráticos dirigen, pero no saben o no conocen la historia o solamente la repasan en alguna estampita. No será mejor que en vez de desfilar, se invirtiera tiempo en ofrecer a los estudiantes material para su conocimiento intelectual. Digamos que todo el mes leyeran “El amigo de la patria” periódico fundado por José Cecilio; que en lugar de marchar, los alumnos realizaran obras de teatro para revivir los procesos más destacados de nuestra historia; que se leyera todo el mes a Pepe Milla, Pepe Batres Montúfar (autor de “Yo pienso en ti”), a Josefa García Granados, Antonio José de Irrisari, por ejemplo. El desfile al final, es efímero y no pasa de ser una anécdota. Entiendo que es “alegre” para los estudiantes. Pero, considero que existiría un mejor fervor patrio, si conocemos y valoramos la historia, a nuestros héroes y autores.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Para no morir el próximo año

Tras descender por Milpas Altas, llegando a Bárcena, el pasado domingo, cuando, antes de tomar la ruta final hacia la carretera principal, comencé a escuchar un prolongado intercambio de disparos. Las municiones zumbaron cerca de mi auto. La fila de carros se detuvo, todos subimos los vidrios, aún sabiendo que son vulnerables a la muerte. Al rato, que pareció una eternidad, avanzamos, cuando nos desplazamos unos metros, se aproximaron patrullas policiales, ambulancias de bomberos y cientos de curiosos. La siguiente hora que tardé en llegar a casa fue prácticamente de pensar y repensar sobre la difícil situación por la que atravesamos los guatemaltecos día con día. Una de las imágenes que me desfilaron por la mente y que todavía recuerdo es la de cómo la muerte coquetea con todos, ronda por todos los callejones y no se sacia de llevarse almas con ella. Mientras conducía, aliviado porque ninguna bala me impactó, imaginé que estamos en un gran campo verde. Que todos los guatemaltecos somos seres diminutos que merodeamos por entre las plantas. Entonces se acerca la enorme muerte, como Gulliver, y nos busca por entre los matorrales. Entonces se agacha y al azar escoge a algunos y los introduce a una cubeta, de donde nunca más regresarán.

Eso, seguramente se podrá catalogar como paranoia o alucinación. Pero no, pues desde el pasado domingo a la fecha, esta gigantona con apariencia de calavera ha continuado agachándose al azar y se sigue llevándose diariamente compatriotas con ella. Sigue creciendo y contrariamente a Gulliver, cuando llega a una isla donde todos son más grandes que él, esto no sucede con ella.

Cuánto tiempo tendremos que esperar para despertar de esta pesadilla diaria. De escondernos, evadirnos, escabullirnos de ella. Las cifras siguen subiendo, continúan muriendo mujeres, niñas, ancianos, jóvenes por violencia. Cada año se hacen recuentos, se lamenta, se llora, pero lo que menos se hace es prepararse para no morir el próximo año.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Diez clásicas de la novela negra

tomado de El Bibliófilo Enmascarado

Antes de nada, lo primero que debemos aclarar es a qué se llama exactamente novela negra. Y aquí nos encontramos con el primer escollo a salvar. Podríamos decir sin riesgo a equivocarnos mucho, que la novela negra es una rama de la novela policíaca clásica en la que el crimen, la investigación, y la intriga son los únicos ingredientes principales. En la novela negra, junto a estos conceptos, interactúa con mucha fuerza uno nuevo, “la realidad social”.

Es decir, no encontraríamos ante una novela detectivesca donde a la intriga policíaca pura y dura se une, por un lado, la crítica y la denuncia social, y por otro, la marcada personalidad de sus protagonistas, lo que origina que éstos actúen de una forma ligeramente diferente a como lo hacen en la novela policíaca clásica. A esto, además, habría que añadir un mayor dinamismo y violencia en el desarrollo de la trama.

Pero en la práctica resulta difícil establecer los límites entre novela policíaca y novela negra, y de ahí que hoy en día haya una tendencia generalizada a clasificar como novela negra a todo aquello que huela a novela policíaca. Después de leer diferentes comentarios al respecto, he llegado a la conclusión de que ni siquiera los eruditos en la materia se ponen de acuerdo en dónde establecer estos límites.


Sin embargo, y dejando a un lado el concepto, el porqué del apelativo de novela negra es una cuestión que está bastante más clara. Se debió en gran medida a la publicación de estos relatos en la revista del género pulp “Black Mask”, creada en el año 1920 y que tuvo una exitosa acogida entre el público norteamericano. Después, en el año 1945 la Editorial francesa Gallimard editó una colección de libros que bautizó con el nombre de “Série Noire” por el color de sus portadas (negras con una cinta amarilla alrededor), que aglutinaba lo mejor y más selecto de la novela de detectives norteamericana. Estas dos célebres publicaciones, añadido a los ambientes oscuros que en ellas se reflejaban, fueron en su conjunto los elementos que consolidaron la denominación de “novela negra”.


Algunos citan a Edgar Allan Poe como padre de “este género”, con sus relatos Los asesinatos de la calle Morgue (1841), El misterio de Marie Roget (1842) y La carta robada (1849), que tienen como principal protagonista al detective aficionado Auguste Dupin. Pero os preguntaréis ¿a qué género te refieres, al policiaco o al negro? Una buena pregunta para la que, francamente, no tengo respuesta.

Lo que sí parece mas generalizado, es que hablar de novela negra es hablar de dos grandes pioneros del género, Raymond Chandler, creador del detective Philip Marlowe, y de Dashiell Hammett, creador del detective Sam Spade, al que muchos asociaremos con la imagen de un joven Humphrey Bogart.

Bueno, pues teniendo en cuenta todas estas cuestiones (fundamentalmente la de que hay una tendencia generalizada a llamar novela negra a la novela policíaca), os traigo aquí una pequeña selección de diez títulos relacionados con este género que no podemos, ni debemos, dejar de leer. Tengo claro que en esta lista no están todos los que son, pero también tengo claro que sí son todos los que están.

Os dejo con ellos. Qué los disfrutéis.


Los asesinatos de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe

Los crimenes de la calle Morgue. Edgar Allan Poe.
En realidad no se trata de una novela, si no de un relato corto, el primero de la trilogía protagonizada por el detective creado por Poe, Monsieur C. Auguste Dupin, junto con El misterio de Marie Rogêt y La carta robada. Pero he querido incluirlo en esta lista, y además en primer lugar, porque como ya he dicho anteriormente, está calificada por muchos como la primera obra de éste género. El texto fue publicado por primera vez en el año 1841 en la revista Graham’s Magazine, de Filadelfia, y para su composición el autor se inspiró “libremente” en un caso real.

Un bárbaro asesinato de dos mujeres, madre e hija, se ha producido en un apartamento de una populosa calle de París. Las primeras pesquisas que lleva a cabo la brigada de investigaciones no dan resultado alguno, evidenciándose la impotencia de la policía para esclarecer los hechos. Finalmente se hace cargo del asunto un detective aficionado, Monsieur Dupin, quien tras intensa y brillante investigación, resuelve el caso al ofrecer una explicación extraordinaria.

El sabueso de los Baskerville, de Arthur Ignatius Conan Doyle

El sabueso de los Baskerville. Arthur Ignatius Conan Doyle
Publicada en el año 1902, El sabueso de los Baskerville, es la más célebre de las novelas protagonizadas por Sherlock Holmes. Según cuentan las crónicas, Conan Doyle se encontraba en Cromer (Norflok) charlando con un amigo cuando éste le habló de la leyenda del perro feroz y fantasmal de un páramo próximo a la siniestra prisión de Dartmoor. El escritor se entusiasmo con la historia y los dos viajaron al lugar de la leyenda. En ese mismo viajé nació el argumento del libro.

El detective Sherlock Holmes, escoltado por el doctor Watson, acude a una antigua y lúgubre mansión para intentar resolver un misterioso crimen. Sobre los habitantes de la casa de los Baskerville pesa una terrible leyenda: un demonio, en forma de perro gigantesco, se les aparece cuando suena la hora de su muerte. Y la leyenda ha recobrado su valor sugestivo con la muerte inesperada de sir Charles, el último de los Baskerville que vivía en la antigua casa, y por los horribles aullidos que de tarde en tarde se escuchan en dirección a los pantanos de Grimpen.

De esta novela se rodaron cerca de 30 versiones, entre películas y series de televisión. La primera fue rodada en 1921, siendo el papel de Sherlock interpretado por Eille Norwood. Posteriormente, en 1939, Sidney Lanfield dirigió una versión protagonizada por Basil Rathbone y Nigel Bruce, para muchos los mejores Holmes y Watson, respectivamente.

Pero quizás la más popular, o al menos la mas conocida, es la que se estrenó en el año 1959, con guión de Peter Bryan, dirigida por Terence Fisher, y protagonizada, entre otros, por Peter Cushing (Sherlock Holmes), André Morell (Dr. John Watson), Christopher Lee (Sir Henry), y Marla Landi (Cecile Stapleton).

El halcón maltés, de Samuel Dashiell Hammett

El halcón maltés. Samuel Dashiell Hammett
En 1930 se publicaba esta novela protagonizada por Sam Spade, un detective de ficción, inflexible, irónico y duro, creado por el escritor estadounidense Dashiell Hammett.

Una estatuilla con figura de halcón que los caballeros de la Orden de Malta regalaron al emperador Carlos V en 1530 ha sido objeto, durante más de cuatro siglos, de robos y extravíos. Cuando, tras mil peripecias, llega a la ciudad de San Francisco, un grupo de delincuentes trata de apoderarse de ella, lo que da lugar a conflictos, asesinatos y pasiones exacerbadas. A ello contribuye el detective Sam Spade mediante el empleo de la violencia más cruda y la creación de situaciones arriesgadas e imprevisibles, aunque siempre esclarecedoras.


Diversas adaptaciones de la novela fueron llevadas a la pantalla, pero sin duda la mas famosa es la realizada en 1941 por John Huston, y protagonizada por Humphrey Bogart en el papel de Spade. Completan el reparto Mary Astor, Gladys George, Peter Lorre, Barton MacLane, Lee Patrick, Sydney Greenstreet, Elisha Cook Jr., Ward Bond, Walter Huston, y Jerome Cowan

El Cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain

El Cartero siempre llama dos veces. James M. Cain
Publicada en el año 1934, se trata de una novela de acción rápida y de extensión breve, puesto que apenas llega a las 100 páginas en la mayoría de sus ediciones. La novela tuvo un gran éxito desde su publicación, aunque llegó a ser prohibida por las autoridades de Boston por su contenido de violencia y sexo, una mezcla explosiva que causó conmoción en su momento. Hoy en día es considerada una de las obras cumbres del género negro.

Frank, un trotamundos sin empleo, narra en primera persona la atracción que siente por Cora, la esposa de un emigrante de origen griego propietario de una taberna en California, y cómo se vuelven amantes unidos por el ardor y la ambición. Ambos idean un “accidente” para que éste muera. Pero las cosas no son tan sencillas y no será tan fácil librarse del viejo marido. La cantidad de intereses creados en el caso golpea y debilita la confianza mutua de la flamante pareja. Y habrá que contar, además, con el inescrutable destino, ese cartero que siempre llama dos veces.


En el año 1981, Bob Rafelson, con guión David Mamet, llevaría al cine con gran éxito una adaptación de esta novela. Jack Nicholson, y Jessica Lange serían los encargados de dar vida a sus protagonistas.

¿Acaso no matan a los caballos?, de Horace McCoy

¿Acaso no matan a los caballos?. Horace McCoy
Publicada en el año 1935, esta novela está considerada como un ejemplo de la novela negra.

La Gran Depresión de los años treinta obligó a mucha gente a tomar medidas desesperadas para sobrevivir. Los concursos de resistencia de baile, que florecieron en aquella época, parecían una manera fácil de ganar dinero extra, uno sólo tenía que bailar hasta caer rendido. En esta novela asistiremos, hora tras hora, al escalofriante espectáculo que dan dos de los bailarines.

La historia cuenta la tragedia ocurrida durante uno de esos maratones de baile. Gloria, una de las participantes, cansada de buscar trabajo, pide a su compañero que la libere de su sufrimiento. Robert se apiadará de ella como si de un caballo herido se tratara.


Sydney Pollack llevó al cine en el año 1969 la adaptación de esta novela, que fue comercializada en España bajo el título de Danzad, danzad, malditos. Jane Fonda, y Michael Sarrazin, en los papeles de Gloria y Robert, respectivamente, protagonizarían esta película.

Diez negritos, de Agatha Christie

Diez negritos. Agatha Christie
Inicialmente, cuando se publicó en el año 1939 en Gran Bretaña, llevaba el título de Diez negritos. Posteriormente, en épocas de mayor sensibilidad social se editó bajo el título de Y no quedó ninguno. En Estados Unidos se publicó con el título Diez inditos.

Curiosamente, esta novela no está protagonizada por ninguno de los detectives habituales de Ágata Christie, Poirot y Miss Marple, entre otras cosas, porque no existe la figura del policía investigador.

Diez personas reciben cartas firmadas por un desconocido Mr. Owen, que las invita a pasar unos días en la mansión que tiene en uno de los islotes de la costa de Devon. La primera noche, después de la cena, una voz los acusa, de ser culpables de un crimen. Lo que parece ser una broma macabra se convierte en una espantosa realidad cuando, uno por uno, los diez invitados son asesinados en un atmósfera de miedo y mutuas recriminaciones. La clave parece estar en una vieja canción infantil: ‘Diez negritos se fueron a cenar, uno se ahogó y quedaron nueve. Nueve negritos trasnocharon mucho, uno no despertó, y quedaron ocho…’.


Al menos en tres ocasiones esta novela ha sido llevada a la gran pantalla. La primera en el año 1945, bajo la dirección de René Clair. Posteriormente, en los años 1965 y 1974, fueron George Pollock, y Peter Collinson, respectivamente, los encargados de dirigir sendas adaptaciones.

El largo adiós, de Raymond Thornton Chandler

El largo adiós. Raymond Thornton Chandler
Esta novela, publicada en el año 1953, es la más extensa de las novelas de Raymond Chandler, creador de uno de los detectives privados ficticios más conocidos, Philip Marlowe, a quien dio vida por primera vez allá por el año 1934 con una historia corta denominada Finger Man.

El largo adiós discurre a través de una compleja trama. Philip Marlowe entabla una breve amistad con Terry Lennox, millonario consorte y veterano de guerra. La frágil naturaleza existencial de Lennox hace que enseguida Marlowe sienta simpatía por él. Es por ello que le ayuda a llegar a la frontera, desde donde Lennox tiene la intención de recuperar su vida lejos del entorno de su acaudalada mujer. La cosa se complica cuando la esposa de aparece brutalmente asesinada en el domicilio conyugal. Marlowe se ve implicado como sospechoso y cómplice del crimen, pero está firmemente convencido de que Terry Lennox no tiene nada que ver en este sucio asunto.


En el año 1973, Elliott Gould daría vida en la gran pantalla al detective Philip Marlowe, bajo la atenta dirección de Robert Altman, en un guión de Leigh Brackett.

1280 almas, de James Myers Thompson

1280 almas. James Myers Thompson
Escrita por James M. Thompson, excepcional escritor aunque atormentado por el alcohol y maldito en su tiempo, está catalogada como un clásico de la novela negra. Fue publicada por primera vez en el año 1964. Thompson no sólo es conocido por los amantes de la literatura, sino también por los amantes del cine, desde que Stanley Kubrick acudiera a él para realizar los guiones de dos grandes películas, Atraco perfecto y Senderos de gloria.

En 1280 almas el delincuente es el protagonista. Como sheriff de Potts County, una pequeña población rural de la América más profunda, Nick Corey dedica gran parte de su tiempo a comer, dormir y eludir los problemas que surgen en el pueblo. Su máximo deseo es que la gente lo deje en paz. Pero, ante la proximidad de las elecciones, Nick Corey ve que su permanencia en el cargo peligra y por ello decide poner remedio a la situación. La solución que adopta no es la que anhelan los 1.280 habitantes del pueblo, es decir, que ponga fin a su haraganería y corrupción, sino que más bien consiste en «limpiar» el pueblo. Empezará por un par de tipejos que tienen por costumbre mofarse de él y seguirá con unos cuantos habitantes más. La cuestión es apartar de su camino a las personas que más le incordian.


Bajo el título original de “Coup de torchon”, Bertrand Tavernier dirigiría y guionizaría en el año 1981 una adaptación algo libre de esta novela. Ambientada en la África colonial francesa de 1938, relata la historia de un inepto jefe de policía que pretende implantar la justicia por su propia mano. Fue nominada al Oscar como mejor película de habla no inglesa en el año 1982.

Los mares del Sur, de Manuel Vázquez Montalbán

Los mares del Sur. Manuel Vázquez Montalbán
No podía faltar en esta lista alguno de los títulos del escritor español Manuel Vázquez Montalbán, famoso por sus novelas de este género protagonizadas por el detective de su invención, Pepe Carvalho.

Los mares del Sur se desarrolla en la Barcelona de 1979. Stuart Pedrell, un importante hombre de negocios, aparece muerto cuando todo el mundo le suponía haciendo un viaje por la Polinesia. El detective Pepe Carvalho tiene que investigar el crimen y poco a poco empieza a conocer la peculiar personalidad de la víctima y su obsesión por seguir los pasos de Gauguin e irse a los mares del Sur. Una novela que refleja los conflictos personales y colectivos de la España de entonces.


En el año 1992, el actor español Juan Luis Galiardo, dirigido por Manuel Esteban Marquilles, protagonizaría la adaptación cinematográfica de esta novela. Pero quizás sea la imagen del también actor español, Juanjo Puigcorbé, la que, tras interpretar a Carvalho en seis adaptaciones cinematográficas, relacionemos más con este popular detective.

Asesinos sin rostro, de Henning Mankell

Asesinos sin rostro. Henning Mankell
Henning Mankell es un escritor y dramaturgo sueco, nacido en el año 1948, reconocido internacionalmente por su serie de novela negra sobre el inspector de policía Wallander, un personaje repleto de humanidad y de sensibilidad cotidiana.

Asesinos sin rostro, es la primera novela de esta serie y fue publicada por primera vez en el año 1991.

En este histórico primer encuentro con sus lectores, el inspector Wallander debe resolver un caso casi tan complicado como su vida personal. Mientras procura desenmascarar a los despiadados asesinos de una anciana que ha muerto con la palabra “extranjero” en la boca antes de que los prejuicios raciales latentes en la comunidad desaten una ola de violencia vengadora, Wallander debe enfrentar el abandono de su esposa, la hostilidad de su hija, la demencia senil de su padre y hasta su propio deterioro físico a causa del exceso de alcohol y comida barata y la falta de sueño.

Aunque me han hablado muy bien de ella, y por eso la incluyo en esta lista, confieso que todavía no he leído esta novela, pero prometo hacerlo en breve y, por supuesto, hacer la correspondiente reseña.

Y cómo no, también tenemos película de esta novela. Se trata en esta ocasión de una producción sueca, dirigida en el año 1995 por Pelle Berglund, e interpretada por Rolf Lassgard en el papel de Wallander.



Y estas son mis diez recomendaciones, las diez joyas de las que hablo en el título.

Pero no quiero cerrar este post sin hablaros de un libro que me han recomendado recientemente, también relacionado con este género, y que he decidido incluirlo en esta entrada a modo de “propina” a nuestros lectores. Se trata de la novela ganadora del XXXII Premio Ateneo de Sevilla, Bellísimas personas, del catalán Andrey Martin Farrero.

Bellísimas personas (2000 ), de Andreu Martín Farrero

Bellísimas personas. Andreu Martín Farrero
En Barcelona, a finales de 1978, a punto de ser abolida por fin la pena de muerte en España, secuestran al niño Daniel Cortés. Casi veinte años después, cuando Ramón Estévez, alias el Mentiroso de Cornellá -acusado del secuestro y que ya disfruta del régimen abierto-, acaba de cumplir su condena, una joven periodista decide investigar el suceso. Pero pronto aquella investigación aparentemente inofensiva se convertirá en un vertiginosos descenso a los infiernos, en busca de las verdaderas razones del criminal y de las más profundas raíces del crimen.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Las distintas caras de David Foster Wallace

Tomado de blogs.20minutos.es

Acaban de editar en los EE UU, hace solamente unos días, Every Love Story is a Ghost Story (Viking-Penguin), la primera biografía sobre el escritor David Foster Wallace, muerto por suicidio en 2008, a los 46 años. El libro, cuyo título (Toda historia de amor es un cuento de fantasmas) proviene de una cita de la floja novela póstuma El rey pálido—, está (muy bien) escrito por D.T. Max, que ha tenido acceso a la correspondencia privada del biografiado y ha entrevistado a todo su círculo de familiares y amigos.

La lectura de Every Love Story is a Ghost Story, que acabo de consumar, es una experiencia dolorosa para cualquiera que haya apreciado el genio de las pocas pero deslumbrantes obras que nos dejó Wallace.

Martin Amis —a quien la mala baba no desacredita como avezado espectador literario— suele dar un consejo a los lectores: “Identifícate con el autor, no con los personajes. Tu afinidad nunca es con ellos, sino con el escritor. Los personajes son meros artefactos“. Pese a que la aplicación del exhorto es causa frecuente de desilusión, creo en su verdad: el personaje no importa, importa quien fue capaz de crearlo.

La biografía de DFW —siglas ya universales para hablar del escritor más copiado de Occidente por los aspirantes a narradores menores de 30 años (esos de quien Amis, otra vez con bastante razón, recomienda no leer ni una línea, porque sólo hablan de ellos mismos y les importa un pimiento el lector)— se devora con una sensación que no debe diferir demasiado de la experimentada por quien mata a un amigo. Si alguien mitifica al escritor y se siente identificado con él, debe alejarse del libro.

Como todavía pasará algún tiempo antes de que las morosas editoriales españolas se animen a publicar la biografía —sólo cuando DFW se ahorcó editaron algunas de sus obras y hay otras que todavía están esperando—, voy a dedicar nuestra sección quirúrgica de los miércoles (Cotilleando a... la llamamos, seguramente con un punto de mal gusto) a revelar algunos de los hallazgos del biógrafo en torno el carácter, el comportamiento y la personalidad del biografiado, que este año hubiera cumplido 50.

Atención: esto es un spoiler sobre la vida de DFW que detalla el libro biográfico. Fans acríticos y veneradores pueden sufrir con su lectura. Lo advierto porque estoy en el caso y cometí el error.

1. Envidioso. DFW sentía una destructiva envidia hacia otros escritores de su generación, en especial contra William T. Vollmann Wollmann, a quien no perdonaba su capacidad productiva, enorme brillantez y valentía personal para implicarse en espinosas cuestiones sociales. Cenaron juntos en una ocasión y DFW, fundamentalmente un burgués, se encargó de desacreditar luego a su rival, ante terceros y sin que Vollmann estuviese presente, por los “pésimos modales en la mesa” de aquel “gordo tragón”.

2. Pro-Reagan. En las elecciones presidenciales de 1992 1984 DFW votó por el conservador Ronald Reagan. También admiraba al millonario metido en política Ross Perot, quien llegó a proponer que el Ejército patrullase las ciudades para combatir la delincuencia. “Necesitamos a locos de ese calibre para arreglar las cosas en este país”, dijo el escritor a uno de sus amigos. DFW sólo se acercó a un tibio liberalismo tras su viaje por el vientre del dragón fascista al cubrir para la revista Rolling Stone la campaña del candidato John McCain, rival de Barack Obama en 2000 2008.

3. Tenista mediocre. Pese a lo que afirmó en muchas entrevistas y mantuvo en algunos de sus deliciosos ensayos de noficción —como este sobre su veneración por Federer (y desprecio por Nadal) y sobre todo, este otro, el merecidamente celebrado Tenis, trigonometría y tornados, donde señaló que estuvo a punto de ser un jugador “casi maravilloso”— , DFW era un tenista de medio pelo que sólo alcanzó el décimo primer puesto entre los jugadores de la zona central de su estado, Illinois. Todos sus compañeros de equipo en el instituto de Urbana le ganaban de calle. En su fascinación por el deporte de la raqueta tuvo bastante que ver el atrezzo: bandana, pantalón corto, cordones de colores en los botines… Le parecía “muy cool“.

4. La raqueta y la bandana, una coartada. Durante años utilizó el tenis como una coartada para justificar el trauma que sentía por sufrir de hipersudoración. El caudal de las glándulas sudoríparas de DFW era enorme en cualquier momento, incluso en descanso. Durante sus ataques de angustia, la situación empeoraba. En la universidad y en sus primeros años como profesor de Literatura llevaba la raqueta y una toalla encima para intentar enmascarar con una falsa práctica deportiva la hiperidrosis que sufría. La sempiterna bandana en el pelo tenía una sola función: absorber sudor. También llevaba consigo hilo dental, que escondía en los calcetines.

5. La Cosa Mala. Desde la adolescencia sufrió de crisis de ansiedad y depresión, enfermedades que no fueron diagnosticadas hasta 1982 tras un episodio grave y paralizante que le obligó a abandonar temporalmente los estudios en la prestigiosa universidad de Amherst —privada y clasista: unos 60.000 dólares por curso, uno de los alumnos en la época de DFW era Alberto de Mónaco—. Dos años más tarde fue internado por primera vez en un hospital psiquiátrico, donde emitieron la diagnosis de depresión atípica, caracterizada por cambios reactivos de humor. Desde entonces, DFW vivió medicándose a diario (en una ocasión intentó dejar a la brava los antidepresivos y terminó en el hospital tras una tentativa de suicidio). Tomó muchos químicos, sobre todo Tofranil, Advil, Nardil y Xanax, fue sometido a varias sesiones de electrochoques y consultó con terapeutas de toda condición, pero “the Bad Thing” (la Cosa Mala), como llamaba a la depresión en sus diarios y cartas, no le dejaba vivir en paz.

6. Marihuanero. Los primeros ataques de ansiedad de DFW coincidieron con su inició en el consumo de marihuana —que mantuvo durante casi toda la vida—. Le gustaba tanto que se ofrecía a redactar trabajos escolares a cambio de hierba. También le gustaban los hongos alucinógenos (“te hacen pensar que eres más inteligente de lo que eres y eso resulta gracioso, al menos por un rato”, escribió a un amigo) y eventualmente tomaba LSD y cocaína.

7. Literatura contra el dolor de ser. DFW no fue un escritor precoz. Hasta 1983 no escribió nada que se pareciese a ficción y ni siquiera era un lector ávido: consumía novelas como fuente informativa o para relajarse y le gustaban tanto el porno dieciochesco como las tramas hard-boiled de Ed McBain. Todo cambió cuando leyó por casualidad a Donald Barthelme, padre del lenguaje quebrado del posmodernismo, y, sobre todo, a Thomas Pynchon (acabó El arcoiris de la gravedad en ocho noches de consumo afiebrado) y Don DeLillo, en quienes encontró una voz conmovedora, loca y nueva. Se obsesionó tanto con ambos (“era como Bob Dylan al encontrar a Woody Guthrie“, dice en la biografía uno de los amigos de universidad de DFW), que decidió cambiar sus planes académicos iniciales —dedicarse a la Filosofía y la Lingüística— y concentrarse en la literatura. Después de varios relatos se atrevió con una novela, The Broom of the System (La escoba del sistema, ¡todavía inédita en español!), en la que intentó con demasiada inocencia emular los niveles superpuestos de Pynchon y los diálogos pop de DeLillo. Presentó el texto como parte de su tesis de doctorado en 1985 y le pusieron la nota máxima con una mención especial (entregó al mismo tiempo un ensayo de lógica formal sobre el fatalismo, Fate, Time, and Language: An Essay on Free Will, tampoco traducido), pero lo realmente importante es que la novela le permitió descubrir, señala su biógrafo, que “escribir ficción le liberaba del dolor de ser él mismo”. El debut literario encontró editor dos años más tarde. “Un Pynchon pueril”, dijo una crítica.

8. Fundación para Niños sin Rumbo. Los padres de DFW fueron siempre una sombra y un espejo, un cobijo y una trampa. El padre, James D. Wallace, era doctor en Moral y Ética. La madre, Sally Foster —de quien DFW mantuvo en la firma literaria el apellido de soltera— procedía de una saga de granjeros, había aprendido a leer con la Biblia y se había licenciado en Inglés. DFW y su hermana Amy, dos años menor, consideraban a los padres la pareja ideal y al hogar una maquinaria perfecta donde todo era felicidad (cuando crecieron llamaban al cobijo The Mr. and Mrs. Wallace Fund for Aimless Children, la Fundación del Sr. y la Sra. Wallace para Niños sin Rumbo). Muy inseguro de sí mismo, DFW se desdobló en una simbiosis de ambos: estudió Filosofía para no decepcionar a su padre y desarrolló una fanática y brillante epistemología gramatical como su madre, una mujer capaz de poner una reclamación en un supermercado porque en un cartel había una falta gramatical. El matrimonio tuvo una crisis cuando los hijos eran adolescentes y toda la familia fue a un consejero, lo que sacó a relucir demasiados trapos sucios, como la crueldad con que DFW trataba a Amy.

9. Las diez horas de errores de un alcohólico. DFW bebía con inmoderación y durante su vida acudió varias veces a grupos de apoyo (escribió sus experiencias en un centro una candorosa carta anónima que le atribuyen, donde confiesa que su record de abstinencia de drogas fue de tres meses seguidos). En 1988 se alistó en un grupo especialmente rígido en Tucson (Arizona). Le obligaron a recapitular sobre los errores de su vida y habló durante diez horas de su ansiedad, de la Cosa Mala, del temor a no ser capaz de escribir, de la envidia y la competitividad. Luego tuvo que disculparse ante todos aquellos a los que había engañado o causado dolor: escribió a Amy para pedirle perdón, a un profesor a quien entregó trabajos copiados, a mujeres a las que había sido infiel… Más tarde le recomedaron rezar y encomendarse a un poder superior. Fue demasiado para un escéptico y volvió a la marihuana y el alcohol, retirado en una pequeña cabaña en el desierto. En esta época le enviaron las galeradas de un escritor novato, Jonathan Franzen, que se convertiría en uno de sus mejores amigos.

10. Planeando un asesinato. En 1990 DFW se prendó de Mary Karr, una poeta siete años mayor que él, segura de sí misma y libre pese a estar casada y tener un hijo. La veía como su ángel salvador, la mujer que podría darle la seguridad que no encontraba, pese a que ella consideraba que los libros de DFW “poco directos”. La obsesión de DFW —que le llevó al ridículo de referirse a sí mismo como el Desventurado Werther— le hizo considerar seriamente la idea de matar al marido de Karr con un revolver que pretendía conseguir a través de uno de sus excompañeros de Alcohólicos Anónimos. DFW y Karr vivieron juntos unos meses en 1991, pero ella se cansó de que él la considerase “una madre rehabilitadora” y él la acusó de ser “demasiado violenta”.

11. “Adicto al sexo”. DFW se definió así en más de una ocasión para justificar sus aventuras y traiciones. Tuvo muchos líos de un día, sobre todo a partir de la notoriedad que alcanzó como personaje público con La broma infinita, editada en inglés en 1996. En las giras de promoción de sus libros se comportaba como una estrella de rock, fichando a groupies para pasar la noche. Con sus amigos de confianza era groseramente sincero sobre sus intenciones: “poner mi pene en cuantas vaginas sea posible”, confesó a Franzen.

12. Bomba sucia escuchando a Brian Eno. En 1982, tras su primer colapso de ansiedad depresiva, cambió de aspecto de manera radical. Si hasta entonces llevaba camisetas y sudaderas de equipos de béisbol, pantalones chinos y gorras de visera, con un aspecto de chico limpio del Medio Oeste, empezó a comprar ropa de segunda mano, oscura y ajada y botas Timberland, siguiendo los dictados del estilo que entonces se conocía como dirt bomb (bomba sucia). La crisis también modificó sus gustos musicales: de Reo Speedwagon, Kiss y Deep Purple pasó a interesarse por música menos complaciente y facilona: Joy Division, Squeeze y, sobre todo, Brian Eno, al que era capaz de utilizar como fondo sonoro sin descanso (canción favorita: The Big Ship).

13. Encerrado en el camarote. En marzo de 1995 la revista Harper le encargo un texto vivencial sobre un crucero de lujo por el Caribe. Muy a su pesar —sufría de fobia al mar y los tiburones (también a los insectos)—, DFW se embarcó en el barco Zenith para una semana de navegación por el Golfo de México. Como en el crucero abundaba el alcohol y estaba en una de sus etapas de limpieza, se encerró en el camarote durante buena parte del tiempo, fumando casi cuatro cajetillas de cigarros al día y saliendo sólo para visitar la pequeña biblioteca de a bordo. El largo manuscrito que entregó a la revista, publicado en origen como Shipping Out y más tarde, en libro, como Also supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, tiene la forma de un reportaje, pero casi todo es ficción. Es una de sus mejores piezas literarias.

14. Señores Wallace. En la Navidad de 2004, DFW se casó con la artista plástica Karen Green, a la que había conocido dos años antes cuando ella le pidió permiso para hacer una obra basada en un cuento. Durante un tiempo, la estabilidad fue notable: él era capaz de organizarse mejor (incluso sacaba la basura, algo de lo que nunca se había preocupado), jugaban al ajedrez (ganaba siempre ella) y veían juntos su serie favorita de televisión, The Wire. En 2007 DFW intentó dejar la medicación antidepresiva, pero los resultados fueron espantosos: tomó una sobredosis de un medicamento contra el insomnio, tuvo que ser hospitalizado y fue sometido a una docena de sesiones de electrochoques. Cuando le dieron el alta era una piltrafa, tenía episodios de amnesia, apenas podía hablar, dejó de escribir… Su familia decidió no dejarlo solo y le acompañaban por turnos.


15. El quiropráctico. Durante sus últimas semanas en el mundo, DFW anotó en su diario muchas listas de “miedos y temores”, pero también de “agradecimiento”. Se hizo con una soga y buscó un momento adecuado. El 12 de septiembre de 2008, viernes, sugirió a Green que fuese a su galería a hacer gestiones —a diez minutos en coche de la granja donde vivían, en Claremont-California— mientras él se quedaba en casa preparando la cena. A ella le pareció buena idea (“David tenía cita con el quiropráctico el lunes, no te suicidas si tienes que ver al quiropráctico”, recuerda con triste amargura). DFW apagó las luces de la casa, entró en el garaje, ató la cuerda a una viga, se subió en una silla, se ajustó el lazo al cuello, dió una patada a la silla y se dejó morir. Antes había ordenado todos sus papeles, discos de datos y manuscritos en una pila para que los localizasen sin esfuerzo.

lunes, 27 de agosto de 2012

Sobrevivir

Cada día nos enfrentamos a distintos retos. Nos levantamos y tras despabilarnos, lo primero que se nos viene a la mente es cómo vamos a pasar el día, cómo vamos a resolver lo pendiente, cómo sobrevivir a este país. Son luchas cotidianas, invisibles, que libramos constantemente y que a veces pasan desapercibidas, como las que realizan las mamás tratando de multiplicar la comida para que alcance para todos. Como las de aquellos que salen de madrugada para su trabajo, a pie, subiendo cuestas, saltando charcos, evitando camionetas refugiándose en las orillas de las carreteras. O aquellos que se suben a la moto, con mujer y dos hijos y cual lecheros reparten familia entre escuelas y oficinas. Sí, sobrevivir en este país, que nos reta a dejar la vida en cualquier esquina, es tomar el machete, cortar la grama ajena, limpiar la maleza de terrenos baldíos; es salir a la calle con una armónica y caminar decenas de kilómetros ofreciendo afilar cuchillos, reparar zapatos rotos. Es caminar con un hijo en la espalda, mientras las manos se revientan por cargar fruta, manías o flores. Es también pararse debajo del sol por más de 8 horas, levantar la mano para dar la vía, aspirar humo negro, recibir insultos, lluvia y hasta polvo. Lo es también desgalillarse frente a estudiantes, calificar, preparar clases. Me quedo corto, lo cierto es que todos los días nos transformamos en hormigas, salimos a “cazar” los alimentos, evitamos que nos aplaste un malicioso pie o un oso hormiguero hambriento. Además de trabajar, estudiar, salir adelante, debemos sortear la violencia, cierta estupidez política y burocrática. También la insolencia de algunos, egoísmos, ansias de corrupción y degeneración.

Si lo logramos, llegamos felices a nuestras casas, saludamos, acariciamos al perro, comemos, nos dormimos, como preparándonos para sobrevivir al día siguiente.

viernes, 24 de agosto de 2012

Miculax

Miculax, una novela de Jorge Godínez

Crecí en las cercanías del Cerrito del Carmen durante una época en la que los adultos nos prevenían del nunca visto Hombre del costal o del Robachicos, quienes desaparecían a los chicos para siempre. Cuanto más me empecinaba en deslizarme con cartones por el lomo del cerro me amenazaban con la inminente llegada de Miculax, quien engañaba con unos conejitos, abusaba y luego mataba a los pequeños. No cabe duda, que los patojos de esa época pensábamos que era mejor estarse en casa jugando Tenta o Un dos, tres chiribicuarta, que estar en la calle, ser alcanzados por algunos de estos malhechores y ser convertidos en jabón de coche.
Aunque los asesinatos que cometió José María Miculax Bux fueron realizados en la década de los cuarenta, su imagen y presencia continúa viva, especialmente ahora que la editorial Oscar de León Palacios lanzó la segunda edición de la novela Miculax, del escritor y músico guatemalteco Jorge Godínez.
Se trata de un texto sumamente documentado, con informes psicológicos, médicos, judiciales, históricos y demás, en el que se reconstruyen varios de los asesinatos de niños ocurridos por este “Serial Killer” guatemalteco, nacido en Patzicía en 1925. La producción literaria de Godínez abarca teatro: La calle donde tú bebes, ¡Qué lindo ser feo! y narrativa: Rockstalgia, Electro Show, entre otras. Miculax fue editada por vez primera en 1991 por la misma editorial y ahora, los lectores pueden adquirirla con algunos importantes y necesarios cambios. A pesar que Guatemala es un país que tiene diversos asesinos en serie ¿genocidas de importación? ¿Conductores colectivos ebrios?, son escasas las obras que tratan el tema de suspenso, misterio o de corte policial. Esta novela ofrece el perfil de este psicópata, su forma de operar, la descripción de los crímenes, su ejecución, el desmembramiento y estudio de su cabeza y hasta su robo.

martes, 21 de agosto de 2012

Descubren "Los planes del crimen"

Tomado de rionegro.com.ar

La trastienda del proceso creativo de Agatha Christie, desde el final inédito de su primer libro hasta las ideas que no llegó a emplear en el último, aparecen reunidos junto a una serie de textos inéditos en el volumen "Los planes del crimen", compilado por el investigador John Curran.

Al momento de su muerte, en 1976, Agatha Christie se había convertido en la escritora más popular del mundo: con ventas récords en todo el mundo y publicada en más de 100 países, había conseguido editar más de un libro al año desde la década de 1920, todos ellos convertidos en best-seller.

Tras la muerte de su hija Rosalind, a finales de 2004, salió a la luz un cuantioso legado integrado por 73 cuadernos escritos a mano que habían permanecido en gran parte ignorados, probablemente debido a que la intrincada caligrafía de la autora de "Asesinato en el Orient Express" era muy dificultosa de descifrar.

El investigador John Curran comenzó a trabajar en la revisión de estos textos y armó una obra, titulada precisamente "Los cuadernos secretos" (2010), cuyo propósito fue testimoniar cómo sus anotaciones, listados y borradores devinieron libros y obras de teatro.

Dos años después de aquella publicación, el archivista y experto presenta una nueva antología, "Los planes del crimen", que recorre seis décadas de la vida de Agatha Christie a través de extractos y relatos de sus archivos, inéditos hasta el momento, entre ellos un texto desconocido sobre uno de sus personajes más célebres: la señorita Marple.

La obra incluye un prólogo de David Suchet quien, para la mayoría de aficionados a la escritora de novelas de suspenso, es la cristalización material del personaje de Hércules Poirot, ya que durante veinte años interpretó al detective belga en una serie de televisión.

Los entresijos de los casos de Poirot y la señorita Marple irrumpen en esta serie de textos cuya fuente inobjetable son los cuadernos que la escritora nacida en 1890 siempre llevaba encima: "La verdad, aunque sea decepcionante, es que no trabajo con mucho método", confesó ella alguna vez.

"Parece un auténtico ejercicio de taquigrafía", explica Curran en la obra a propósito de los cuadernos de la escritora, que incluyen desde esbozos literarios hasta listas de la compra o libros que le habían fascinado, entre ellos "Ivanhoe".

"Los planes del crimen", editado por el sello Suma, ofrece un relato con distintas versiones de la señorita Marple: "El caso de la mujer del portero" apareció en 1942 y sirve de preludio, según Curran, a una de las mejores novelas de Christie, "Noche eterna", escrita un cuarto de siglo después.

También hay verdaderos tesoros, como el final original de "El misterioso caso de Styles", que fue cambiado luego por pedido del editor de la escritora y supuso el debut del personaje de Poirot, allá por 1920.

Curran, uno de los mayores expertos del mundo en la autora, vive en Dublín, editó durante años el boletín informativo oficial de Agatha Christie y fue asesor del National Trust durante la restauración de Greenway House, la casa de la autora en Devon.

Su investigación demuestra que Christie estuvo atenta a su mundo, sobre todo, a los cambios que llegaron tras la Segunda Guerra Mundial: en sus apuntes se aprecian esbozos de "thrillers" más modernos e ideas inconclusas de proyectos.

La obra también reafirma la fascinación de la autora de "Cianuro espumoso" y "Muerte en el Nilo" por la figura de Poirot, que apareció en 33 de sus novelas y 54 relatos cortos.

"Era el comienzo del otoño de 1914. Los refugiados belgas estaban por todas partes. ¿Por qué no poner un refugiado belga de detective, una mente preclara retirada del cuerpo de policía belga? ¿Qué tipo de persona sería, con un nombre más bien grandilocuente? Hércules algo. Hércules Poirot, sí, eso valdría. ¿Qué más? Sería muy pulcro. muy metódico (¿Será porque yo soy una persona tan desordenada?)", evoca la propia escritora.

La escritora confiesa más adelante que ha sentido "antipatía" por el detective, ya que se ve atada por él, aunque no deja de reconocer que le debe mucho "desde el punto de vista económico".

Las libretas también revelan la evolución de Christie, quien en los años 50 se centra más en su producción teatral y que en los 60 recupera a una anciana señorita Marple para reflexionar sobre la vida, proyectándose ella en las reflexiones de su personaje.

"Los planes del crimen" testimonia también cómo en los 70, la ya octogenaria autora sigue escribiendo libros, aunque de menor calidad que los de su producción anterior: "Pero a esa altura, eso ya da igual", señala Curran.

El especialista analiza en este volumen más de veinte novelas de Christie y muestra así la evolución de su estilo a lo largo de las décadas, incluyendo la influencia de la vida cultural de los años 60 y 70, así como una hipótesis que lo lleva a conjeturar cómo habría sido el libro final que no llegó a escribir.

La obra incluye varios pasajes de sus archivos reproducidos en su totalidad, entre los que se encuentran el relato inédito "El hombre que sabía", el ensayo breve "Cómo creé a Hércules Poirot" y el mencionado borrador inicial de un relato de la señorita Marple. (Télam)

miércoles, 8 de agosto de 2012

Perseguido por las furias

Tomado de El Malpensante.com

Un retrato urgente de Bobby Fischer (1943-2008)
Pablo Arango
Fue a un tiempo el más brillante y el más loco de los grandes ajedrecistas del último siglo. Lejos del tablero, nadie le ganaba a la hora de meterse en líos.

Oscar Wilde dijo que la realidad imita al arte. Una de las más increíbles, felices y trágicas confirmaciones es el caso de Bobby Fischer. En 1935, Elías Canetti publicó su única novela, que había escrito en 1930 (Auto de fe, Muchnik Editores, 1980). Uno de los personajes se llama Fischerle, quien se introduce a sí mismo diciendo “¿Juega usted al ajedrez?... Un hombre que no juega al ajedrez no es un hombre”. Y el narrador completa: “Durante el juego, sus adversarios le temían demasiado para importunarlo con objeciones; pues su venganza era terrible... [Pero] en las apuestas entre partida y partida –pasaba la mitad de su vida ante el tablero–, lo trataban como correspondía a su persona. Él hubiera preferido jugar sin interrupciones. Soñaba con una vida en la que se pudiera comer y dormir mientras jugase el adversario... había una categoría de hombres que Fischerle odiaba en este mundo: los campeones mundiales de ajedrez. Con una especie de furia maligna seguía todas las partidas importantes que se publicaban en revistas y periódicos. Partida que estudiaba, partida que le quedaba grabada durante años”. En un pasaje en el que Fischerle imagina que lo entrevistan, declara: “Señores, estoy muy sorprendido al ver que en todas partes me llaman Fischerle. Mi nombre es Fischer”.

Robert James Fischer nació en Chicago en 1943. A los seis años aprendió a jugar al ajedrez, y de los 13 a los 30 cambió para siempre la historia del juego, y se convirtió sucesivamente en un ícono, un héroe y un bandido. Sólo vivió para el ajedrez. En 1971, en la antigua Yugoslavia, el maestro Dimitri Bjelica lo invitó a presenciar en primera fila una representación teatral de la vida de Van Gogh. Cuando se sentaron, Fischer sacó su ajado tablero de bolsillo, y sólo levantaba la cabeza para preguntarle a Bjelica: “¿qué opinas de esta jugada del alfil?”. Lo único que alcanzó a entender de la representación fue que Van Gogh se había mochado una oreja. Al salir, le dijo a Bjelica: “si mañana pierdo con Smyslov, me corto una oreja”. En una entrevista declaró: “Nací bajo el signo de Piscis. Soy un gran pez. Me gusta tragarme a los grandes maestros”. Podía recordar todas las partidas que había jugado en la vida, y es seguro que recordaba todas las que había leído o visto. No le interesaban las mujeres (“son una terrible distracción”), ni el trago, ni el paisaje (cuando viajaba, se encerraba en su habitación de hotel a reproducir partidas).

Antes de Fischer, los ajedrecistas eran vistos como vagabundos al borde de la locura, como poetas malditos del siglo XIX, pobres hasta la indigencia. El primer campeón oficial del mundo, Wilhelm Steinitz, murió en la miseria en el ala psiquiátrica del hospital estatal de Manhattan, desde donde retaba a Dios a una partida en la que le ofrecía peón y salida de ventaja. Después de Fischer, los grandes jugadores se acostumbraron a recibir premios con cinco y seis ceros a la derecha. Antes, las únicas empresas interesadas en poner publicidad en un torneo de ajedrez eran probablemente las farmacéuticas que ofrecían pastillas para el dolor de cabeza, y algunas comercializadoras de café. Fischer logró interesar a los empresarios en el juego y convirtió la contienda por el campeonato mundial en un símbolo de la Guerra Fría y, por supuesto, en un espectáculo de noticieros. Arthur Koestler dijo, a propósito del cubrimiento que hizo del encuentro por el campeonato mundial entre Fischer y Spassky en 1972: “me alegra volver a ser corresponsal de guerra después de tantos años”. Fischer captó en una década más aficionados para el juego que todos los campeones mundiales juntos.

Comentando la actitud de Alejin hacia el juego, Cabrera Infante dice que “para la escuela rusa encabezada por él, el ajedrez era todo estudio, esfuerzo y mala fe”. El liderazgo en este estilo mafioso fue recibido por Mijail Botvinnik, el campeón mundial que llevó la escuela soviética a las más altas cumbres del juego y la marrulla. Un claro ejemplo de por qué Fischer se convirtió en un símbolo del individualismo norteamericano en contra del socialismo soviético lo ofrece la única partida que disputó con Botvinnik, en la olimpíada de Varna en 1962. Después de cuatro horas de juego y 45 movimientos, la partida fue aplazada para el día siguiente, en una posición claramente favorable para Fischer. Éste se retiró a su hotel, solo, mientras la delegación soviética se dividió el trabajo de buscarle una salida al patriarca tirano Botvinnik. En una habitación, Boleslavsky, Tal y Spassky, y en otra Geller, Furman, Keres y Botvinnik (algunos dicen que éste se acostó a dormir). Siete de los mejores jugadores del mundo analizando toda la noche. A las cinco de la mañana, Geller encontró la idea salvadora, y la partida terminó en empate. Los soviéticos se dieron cuenta de que la amenaza proveniente del otro lado de la Cortina de Hierro, justo en el corazón de las tinieblas capitalistas, era real: se necesitaba todo un equipo conformado por los mejores para siquiera arrancarle un empate al muchacho de 19 años.

Entonces vino el match del siglo, en el 72. Antes de enfrentar a Spassky, Fischer abatió a Taimanov (soviético) y a Larsen (danés). A cada uno le propinó una paliza de 6-0. Más o menos como si la selección de Estados Unidos les metiera un 5-0 a Brasil y Argentina, sucesivamente, en el mundial de fútbol. Como Maradona, Fischer segregaba esa sensación de que él solo era capaz con todos. Como Maradona, fue amado y odiado; sólo cuando analizaba una posición o movía era un genio y un caballero, pero por fuera de los estrechos márgenes de su arte, que era también su vida toda, era un maleducado, un impertinente, un necio, el eterno adolescente insoportable. En una edición del International Herald Tribune del 72, se dice: “Mientras Spassky se sume en una meditación profunda sobre el siguiente movimiento, Fischer se come las uñas, se saca los mocos y se limpia los oídos entre jugada y jugada”. Parece un eco incompleto de las palabras de Nabokov sobre el protagonista de La defensa: “Es grosero y desaseado y carece de gracia, pero, como mi gentil protagonista (una joven encantadora por derecho propio) descubre muy pronto, hay en él algo que trasciende tanto la vulgaridad de su carne grisácea como la esterilidad de su recóndito genio”.

Fischer aceptó de mala gana que el encuentro con Spassky se diera en Islandia, ya que de todos los países candidatos, ése era el que menos dinero ofrecía (“sólo me interesan el ajedrez y la plata”, decía, aunque nunca se supo para qué quería lo segundo). Cuando se celebró la ceremonia de apertura del match en Reikiavik, Fischer estaba todavía en Nueva York, alegando que no jugaría por una bolsa de tan sólo 125 mil dólares (una cifra inimaginable hasta entonces; Paul Keres dijo que por esa suma sería capaz de jugar en la Antártida). El mismísimo Henry Kissinger telefoneó a Fischer para tratar de convencerlo de que jugara, pero sólo la intervención del millonario británico Jim Slater, quien dobló el monto del premio, salvó el encuentro. Slater declaró después: “todo el mundo sabe que Fischer es grosero, y posiblemente un loco. Eso no me preocupa, y no lo hice por esa razón. Lo hice porque él desafió la supremacía rusa, y eso era bueno para el ajedrez”.

Fischer se presentó, pues, a la primera partida y, en una posición inofensiva, cometió un error infantil. Muy a su manera, les estaba diciendo a “los rusos”, como los llamaba, que podía darles un punto entero de ventaja. Jugaba solo, como siempre, sin equipo, sin analistas. Spassky, en cambio, contaba con el apoyo de cuatro grandes maestros soviéticos, con quienes se había preparado desde hacía varios meses para enfrentar al norteamericano. Pero al día siguiente Fischer volvió a poner en riesgo el encuentro: no se presentó a jugar, y a Spassky se le adjudicó otra victoria, esta vez por W. Cualquier otro maestro soviético, en el lugar de Spassky, se habría retirado, y habría retenido el título. Pero él no, él era un caballero –Korchnoi decía: “Spassky es un caballero, y puede que los caballeros triunfen con las mujeres, pero pierden en el ajedrez”–, y quería que se celebrara lo que para él era una fiesta, aunque terminó siendo su propia tragedia. Al parecer, Spassky desobedeció órdenes emanadas directamente de Moscú y continuó en Reikiavik. Nadie entendía por qué “los rusos” estaban tan nerviosos, con una ventaja inicial de 2-0. Cuando Fischer ya había superado a Spassky en cinco partidas, exigieron que les permitieran desarmar y examinar con rayos X la silla de Fischer, porque pensaban que el bajonazo de su campeón se debía a algún truco tecnológico de los gringos. Sólo encontraron dos moscas muertas, cuya necropsia no dio mayores luces. El match continuó y Fischer abatió al único que le faltaba, y se coronó campeón mundial, y su vida se acabó. Heráclito dijo que el carácter de un hombre es su destino. Ebrio de triunfo, desolado y vacío por la desaparición del único propósito de su vida, Fischer lo arruinó todo. En 1975 perdió el título mundial, porque se rehusó a jugar contra el aspirante de turno, la nueva estrella soviética Anatoly Karpov. Kasparov dijo certeramente que su problema fue que “consiguió la perfección y, una vez lograda, todo lo demás estaba por debajo de la perfección”.

El ajedrez no acaba de ser un arte, no es un mero juego, y no alcanza a ser una ciencia. Quizá la única definición que logra fijar fugazmente la naturaleza de esa bruma sea la de Stefan Zweig: “un pensamiento que no conduce a nada; una matemática que no prueba nada; un arte sin obras; una arquitectura sin materia”. Convertido en una estrella internacional, Fischer siguió sin embargo encerrado en la celda de su mente autista. Para él, el mundo era esa cosa que queda a los lados del tablero; la realidad era una alucinación producida por la terminación de una partida. Incapaz de manejar la plata, entregó gran parte de la fortuna que había hecho a la Worldwide Church of God, de la que se separó muy tarde al darse cuenta de la estafa. Spassky dijo en una ocasión que Bobby era una persona absolutamente honesta, absolutamente bondadosa y, por tanto, absolutamente antisocial. Siendo campeón, una multinacional de cosméticos le ofreció una jugosa suma para promocionar un champú (Eduard Gufeld sostiene que se trataba de diez millones de dólares). Fischer pidió un tarro, lo probó, y lo devolvió medio vacío (¿o medio lleno?) diciendo que él era un campeón mundial y, en consecuencia, no podía publicitar semejante porquería.

En 1992, el traficante de armas Jedzimir Vasiljevic ofreció una bolsa de cinco millones de dólares para que se realizara en Yugoslavia un nuevo encuentro entre Fischer y Spassky. Ambos estaban escasos de efectivo, eran viejos conocidos y, para Fischer, era la oportunidad de volver a la vida. El gobierno de Estados Unidos le envió una carta admonitoria a Bobby, amenazándolo con la cárcel si jugaba. Ante las cámaras, Fischer escupió la nota. Jugó, volvió a ganar y, varios años después, le fue cancelado el pasaporte. Comenzó a vagar por el mundo, soñando con construir una casa con la forma de una torre de ajedrez (en una de sus alucinaciones, Fischerle piensa que “se construirá un palacio gigantesco con torres, caballos, alfiles y peones de verdad... Los criados irían de librea; en treinta enormes salones, jugará día y noche treinta partidas simultáneas con piezas de carne y hueso”). El once de septiembre de 2001 concedió una entrevista radial en Filipinas: dijo que estaba bastante complacido por el atentado contra las Torres Gemelas, y que guardaba la esperanza de que vinieran más.

El 13 de julio de 2004 fue arrestado en un aeropuerto japonés por presentar un pasaporte vencido. Estados Unidos lo pidió en extradición. Estuvo detenido ocho meses en Japón, hasta que el gobierno de Islandia, aun a riesgo de recibir sanciones económicas de parte de los gringos, le concedió la ciudadanía, y pudo viajar nuevamente a Reikiavik, donde murió el pasado 17 de enero. En las fotografías de los últimos años parece un indigente y un loco. En verdad estaba loco y un tanto pobre. Él, que le ganó un puesto al ajedrez en el mundo; él, gracias a quien los grandes maestros de la actualidad pueden exhibir esa estampa de yuppies, murió como los poetas malditos del tablero, como Steintiz.
Sería fácil decir que Fischer recibió ahora sí un jaque mate definitivo, a sus 64 años (llegó hasta la última casilla). Fácil y falso. Sobre el cadáver de Capablanca, que alcanzó a ver de niño en La Habana, Cabrera Infante dijo que “estaba muerto, era evidente, aunque era un inmortal”. Las obras maestras de Fischer persistirán, por lo menos mientras exista el ajedrez. Comentando la creciente admiración por Shakespeare en la época del doctor Johnson, Joseph Wood Krutch habla de “Shakespeare, esa fuerza de la naturaleza”. Fischer logró convertirse, como Capa, en una más de las leyes de la naturaleza. No fue del todo en broma cuando otro de los mejores, Mijail Tal, dijo, después de perder una partida con Fischer en 1961, “es difícil jugar contra la teoría de Einstein”.

lunes, 6 de agosto de 2012

La novela negra nórdica

Tomado de eleconomista.es

¿Por qué la novela negra nórdica es hoy la más abundante y vendida del mundo? No hay una respuesta. Es cierto que los Stieg Larsson, Henning Mankell, Arnaldur Indridason o Jo Nesbø están entre los autores más vendidos hoy día abanderando un género negro y criminal que, a cada día que pasa, gana en más y más lectores: ¿Pero por qué los países escandinavos son el gran filón de la literatura policíaca?

La cuestión es que esta "moderna literatura costumbrista" ha arraigado en una sociedad del bienestar en declive. Los países nórdicos tienen, por ejemplo, las mayores tasas de delitos por mil habitantes de toda la UE. El 20% de las mujeres reconoce haber vivido algún episodio de violencia doméstica y el acoso escolar causa estragos -18% en Noruega y Suecia, según diferentes estudios-. ¿Tiene esto que ver en el extraordinario mercado de lectores amantes de una literatura que usa el negro y criminal para examinar la sociedad que le rodea?

Así son los padres de la literatura nórdica
Seguramente. Desde la irrupción a mediados de los años 60, de los padres de la novela negra nórdica, el matrimonio Söwall y Wahlöö, el género policíaco cuestiona el devenir de la sociedad no sin desesperación. Y no se detiene, desde Islandia y Dinamarca a Suecia y Noruega.

Como aseguran Jo Nesbø y Anne Holt, sin Sjöwall y Wahlöö, comunistas y críticos despiadados de las perversiones del sistema, no estaríamos hoy aquí. La sociedad nórdica, siempre por delante del resto de Europa, habría encontrado quizás otra manera de interrogarse a sí misma, pero no sería, seguramente, literaria.

"Al igual que otros escritores como Raymond Chandler, Dashiell Hammett y Georges Simenon -dice Nesbø-, Sjöwall y Wahlöö han creado el género, las expectativas del lector de cómo ha de ser una novela policíaca y, con ello, el punto de partida, el grado cero a partir del cual todo escritor cuya obra lleve en la cubierta la promesa de novela policíaca comienza su comunicación con el lector".

Aquí va un recorrido por diez referentes imprescindibles de la exitosa novela negra nórdica, comenzando por supuesto por los "padres fundadores" y siguiendo por sus más aventajados discípulos, a los que hoy toda Europa lee entre el entusiasmo y la adicción.

1. Maj Sjöwall y Per Wahlöö (Suecia)
Desde Henning Mankell a Ian Rankin, la novela negra europea bebe de un único origen: Sjöwall y Wahlöö. Con ellos la novela policíaca se erigió en lo que hoy es: la más certera disección de la sociedad contemporánea. La pareja sueca inauguró la vertiente social de la ficción negra y criminal mirando de reojo a Ed McBain e innovó en el tratamiento psicológico de los personajes y con su riguroso detalle de la investigación policial.

Ante todo, Maj Sjöwall (Estocolmo, 1935) y Per Wahlöö (Lund, 1926-Estocolmo, 1975), exigen al lector que se cuestione sobre el mundo en el que vive. La pregunta sigue vigente, apenas ha envejecido. Lo mismo que las diez novelas que firmaron los padres del género negro europeo: un acontecimiento literario de gran magnitud. RBA las está reeditando.

Sjöwall y Wahlöö escriben pegados a la realidad, sin concesiones al espectáculo, sin el menor asomo de morbo, ajustan su novela al sincopado ritmo de la investigación policial, con sus impasses desesperantes y con su vaivén del azar. Pero siempre, y eso lo proclama su inspector Martin Beck, con método y detalle, aunque siempre quede abierta la puerta de la intuición.

2. Arnaldur Indridason (Islandia)
Es el último fenómeno en los escaparates. En Las marismas, la primera novena de Arnaldur Indridason (Reykjavik, 1961) publicada en España, ya habíamos avistado la extraordinaria capacidad narrativa de un autor que se desenvuelve, como pocos, en la tradición más realista del género negro: aquella que antes de construir una trama repleta de recovecos intransitables para el lector prefiere, sencillamente, contar una historia: con sus silencios, sus aplazamientos, su suspense, su interés personal, su cercanía al lector.

En La mujer de verde, también en RBA, Indridason emerge como lo que es: un narrador impecable, un autor que prolonga la gran veta de la novela negra escandinava con una obra que aúna desarrollo, estructura y personajes tan ciertos como que los vemos a diarios. Porque el autor islandés demuestra una vez más, y de un modo irreprochable, que aún es posible construir una novela negra clásica y absorbente con los elementos imprescindibles, mínimos: el hallazgo de unos huesos humanos enterrados, presumiblemente hace medio siglo y la búsqueda de la identidad del cadáver. No es necesario más.

Entre un hito y otro, Indridason confirma lo que ya dejó intuir con Las marismas, que su protagonista, el inspector Erlendur Sveinsson, es una extraordinaria recreación, porque Indridason se desenmascara como un maestro a la hora de asociar la acción y el clima de la novela a la propia búsqueda de Erlendur por redimir su propia biografía. Exponente, sin duda, de la notable penetración psicológica de las novelas de Idriadason.

3. Stieg Larsson (Suecia)
El gran boom de la literatura policíaca. El gran best seller, sin más. Al éxito de El hombre que no amaba a las mujeres hay que sumar ya esta segunda entrega de la trilogía de Millennium, verdadero fenómeno de talla mundial, escenificación novelística del periodismo de denuncia y la literatura negra que ha alcanzado un desmesurado eco.

Larsson (Västerbotten, 1954- Estocolmo, 2004), que se dejó la vida en ello y murió de un ataque al corazón antes de ver publicadas las novelas -las especulaciones sobre si fue o no asesinado no se detienen, mientras tanto-, concibe su obra prácticamente como un testimonio periodístico, afinando los detalles a su último extremo, contra la extrema derecha y la corrupción económica. Tiene esa habilidad inusitada que te condena a leer la novela de principio a fin cuanto antes.

No podrán dejarla. Sucedió con la primera y también con La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina. Y sucederá con la tercera, La reina en el palacio de las corrientes, que llegará en junio. El día 5. Por supuesto, de manos de la editorial Destino.

Como saben, Millennium -tres millones de ejemplares vendidos en Suecia, país con seis millones de habitantes; y exactamente igual en media Europa- está protagonizado por un periodista, Mikael Blomkvist, editor y cofundador de la revista que sirve para denominar la trilogía, Millennium, y por la 'hacker' Lisbeth Salander, que en esta segunda novela aparta a Blomkvist de todo protagonismo y se erige en centro de una obra poderosa, contundente, entretenida, que homenajea a Ed McBain y a Sjöwall y Wahlöö.

4. Henning Mankell (Suecia)
Quizás a Henning Mankell (Estocolmo, 1948) se le ha encasillado. Sí, resulta obvio que con el éxito inusitado de la serie de su inspector Wallander se le haya erigido como el gran nombre de la novela negra europea. Lo es. Pero también mucho más: porque Mankell, siendo clásico en su concepción de la novela policíaca, es, por supuesto, un maestro de la intriga y de la acción, pero ante todo un narrador extraordinario, inteligente, comprometido, metódico, riguroso. Y si cabe emplear un único adjetivo: profesional.

Con El chino pone un nuevo límite a su trayectoria. Porque emprende una novela totalizadora, globalizadora, extraordinaria: sin duda, de adscripción al género negro, pero que, en cierto modo, estaríamos reduciendo, empequeñeciendo, si nos quedamos aquí. Y, como siempre, es un Mankell obsesionado en retratar nuestro mundo y sus contradicciones.

Pero Mankell es, ante todo, Wallander. Un inspector atropellado por la posmodernidad, con la sensación permanente de fracaso por su matrimonio roto y la complicada relación con su hija, lastrado por el sobrepeso y su afición al alcohol que, sin embargo (o precisamente por eso), se ha convertido caso a caso en uno de los más interesante sabuesos de la novela negra universal.

Con todo, el mayor mérito de Mankell es la capacidad que tiene su escritura para indagar en otras realidades más profundas que el propio caso a resolver, algo que denota su conocida frase: "¿Quién mató a quién? A mí lo que me interesa es indagar qué ha pasado y por qué". Estos son los diez títulos que, por el momento, componen la serie: Asesinos sin rostro, Los perros de Riga, La leona blanca, El hombre sonriente, La falsa pista, La quinta mujer, Pisando los talones, Cortafuegos, La pirámide y Antes de que hiele. Todos, por supuesto, en Tusquets Editores.

5. Jo Nesbo (Noruega)
Por fin. Jo Nesbø llegó a las librerías españolas. Una de las últimas sensaciones entre los seguidores del género negro desembarcó en España hace unos meses con Petirrojo (RBA) una singular e implacable novela que da a conocer a Harry Hole, el agente ahora ascendido a comisario que ha protagonizado las obras del autor noruego y que es el culpable de que hoy se le conozca como uno de los grandes autores policíacos escandinavos. Y esas son palabras mayores.

Nesbø, aparentemente, se desdobla de continuo en el propio Harry, del mismo modo que sus novelas juegan siempre con el espejo de la Historia. Así como el tratamiento parcial del pasado, no ya de quienes vencieron, sino el triunfo de la historia que queremos realmente creer. Como una investigación policial. Como la misma vida.

En Petirrojo, también. En ella, Harry Hole busca a un fantasma llamado Daniel Gudeson. Un ángel que regresa cincuenta y cinco años después desde los campamentos de la Waffen-SS en Asalcia para juzgar a los vivos y a los muertos: a todos aquellos que le traicionaron. Gudeson era uno de los soldados noruegos que se sumaron a las filas de Hitler tras la invasión del país nórdico. El principal problema para Harry Hole es que, según todos los testimonios que ha conseguido reunir, murió en 1944. ¿Quién es entonces el anciano que ha encargado en el mercado negro un rifle Marklin, el arma favorita de los asesinos a sueldo?

6. Karin Fossum (Noruega)
La creadora del inspector Konrad Sajer es una de las autoras más consolidadas de la nueva narrativa policíaca escandinava. Para muchos, la mejor. Su estilo se centra en la introspección y las motivaciones psicológicas de los personajes que protagonizan las historias criminales. Responde a la definición de Justo Navarro: "El crimen es arbitrario, placentero, patológico, espectacular. No se ciñe a una lógica social, sino individual o racial. Responde a caprichos sexuales, o políticos, extremistas como una manía".

Tras su debut con El ojo de Eva, Karin Fossum (Sandefjord, 1954) ha merecido lo más granado de los premios literarios escandinavos: los premios Riverton y la Llave de Cristal a la mejor novela policíaca por No mires atrás y el premio de los libreros noruegos por ¿Quién teme al lobo? Las tres, publicadas en España por Grijalbo, forman parte de la serie de Sajer.

Como también Una mujer en tu camino, ya en Mondadori, una estremecedora historia. Un vendedor de maquinaria agrícola, que el 20 de agosto esperaba a la esposa que fue a buscar a India, no llega al aeropuerto porque su hermana sufre un gravísimo accidente de tráfico. Es el día en que aparece en un descampado una mujer extranjera, asesinada con "una brutalidad inusual en la historia del crimen noruego".

7. Liza Marklund (Suecia)
Es la reina, esta vez sueca, de la novela negra. La culpa, claro, es de Annika Bengtzon y de la serie protagonizada por esta intrépida periodista y madre de familia. Liza Marklund, rubia, guapa y polémica, ha vendido la friolera de nueve millones de ejemplares en su país. En España llegó de la mano de Grijalbo con Dinamita y Studio Sex hace ya unos años.

Desde entonces, no se ha prodigado, aunque en su país mantiene una fenomenal polémica a raíz de dos de sus novelas aún inéditas en España, Escondidas y Asilo, que cuenta la historia de Maria Eriksson, conocida por Mia, una ciudadana sueca casada con un libanés que denunció por agresión y extorsión, antes de huir a los Estados Unidos.

Ex periodista de 38 años, vive con su marido y sus tres hijos en Estocolmo. Bengtzon, como Marklund, también es periodista -jefa de sucesos de un prestigioso vespertino-, está felizmente casada, tiene dos hijos y compagina sus intrigantes investigaciones con las labores domésticas propias del hogar. A Marklund no le tiembla el pulso si se le asegura que, con ella, el feminismo ha llegado al género negro.

8. Khell Ola Dahl (Noruega)
Kjell Ola Dahl (Oslo, 1958) está casado y tiene tres hijos; vive en una granja de la que él mismo se ocupa en Askim, a las afueras de Oslo. Después de una década de gran éxito en su país, Noruega, se lanza a conquistar el resto del mundo. Sus detectives Gunnarstranda y Frølich ya han alcanzado el nivel de culto en Noruega y están a punto de conseguir lo mismo en el extranjero.

Los críticos suecos han tenido que admitir que su admirado Henning Mankell tiene un colega noruego que comparte con él la cima de la novela policíaca. Con su bagaje en psicología y en derecho, Dahl añade una dimensión fascinante y poco común a sus historias. Sus novelas siempre están muy bien documentadas, con unos argumentos (y un suspense) perfectamente construidos y se mueven en un realismo social sin sentimentalismos, en la más pura tradición escandinava.

Pero, a diferencia de muchos de sus colegas nórdicos, Dahl añade unos toques de sarcasmo a una atmósfera oscura y sugestiva. Debutó en 1993 con la novela policíaca Dødens Investeringer, en la que encontramos por primera vez a Gunnarstranda y Frølich, que rápidamente se han convertido en los policías de ficción más conocidos de Noruega. La muerte en una noche de verano es la primera novela traducida al español. Planeta también ha publicado Un muerto en el escaparate.

9. Anne Holt
La ex ministra de Justicia de Noruega, Anne Holt (Larvik, 1956), es en número de ventas la gran reina de la novela nórdica, aunque todo es, si hablamos de gustos, relativo. Aunque, en España al menos, ha explotado ahora, Holt se dio a conocer en España hace ya unos años con Castigo (Ediciones B), en el superintendente Yngvar Stubo era entonces sólo comisario y Inger Johanne Vik, una criminóloga dispuesta a colaborar con la Policía. Ya en Crepúsculo en Oslo (Roca Editorial) forman un dúo implacable, pero también un matrimonio feliz, que le da la vuelta al tópico del investigador privado nórdico: lobo solitario peleado con el mundo.

Ellos persiguen a un asesino de famosos, pero Holt lo que, busca, realmente es reflexionar sobre la pérdida de valores de la sociedad contemporánea, el gran tema que obsesiona a los autores nórdicos. Ahora, acaba de aparecer Una mañana de mayo, otra vez en Roca Editorial, en la que, sine embargo, el matrimonio no atraviesa un buen momento. Ambos deberán investigar el secuestro de la presidenta de EE UU durante una visita a Noruega, y, entre ellos, se cruza un agente del FBI. Pero, sobre todo, aparece Hanne Wilhelmsen, la otra gran detective de Holt, aunque las novelas de su serie no han llegado todavía a España.

10. Håkan Nesser (Suecia)
Uno de los últimos en llegar, pero habrá que prestarle atención. Hakan Nesser (Kumla, 1950). Después del gran éxito de la serie del comisario Van Veeteren, ambientada en la imaginaria Maardam, situada en algún lugar del norte de Europa, Nesser se ha convertido en muy popular. En 1999, con Carambola, séptima novela de la serie del comisario Van Veeteren, recibió el prestigioso premio Glasnyckeln a la mejor novela policíaca del año en toda Escandivia.

De Nesser, RBA ha publicado La tosca red y próximamente La mujer con un lunar. "Si quieres escribir sobre las cosas realmente importantes en la vida -opina Nesser- ,también has de abarcar el tema de la muerte. Porque solamente sintiéndonos cerca de la muerte empezamos a pensar en las cuestiones esenciales. En este sentido, las novelas policíacas son de vital importancia. Se habla de la muerte de manera natural".

...Y muchos más
Son diez, pero se podría haber enumerado muchos más. Como el extraordinario Äke Edwardson, abandonado desde la publicación de Bailar con un ángel (Lengua de Trapo), el propio Kjartan Flogstad y El cuchillo en la garganta (Lengua de Trapo), aunque éste no sea exactamente un autor policíaco, sino uno de los grandes narradores noruegos. Por supuesto, el danés Peter Hoeg y su maravillos La señorita Smilla y su especial percepción de la nieve.

Más: Mari Jungstedt, presentadora de televisión y autora muy ventida, que ahora presenta en España Nadie lo ha visto (Maeva), a las que habría que añadir a Camila Läckberg (La princesa de hielo y Los gritos del pasado), a la pareja que forman Anders Roslund y Börge Hellström (La bestia), a Ida Jessen (Lo primero que me viene a la cabeza)... Y otros que están por llegar: Asa Larsson, Christian Jungersen, Jens Martin Eriksen, Arni Thorarinsson, Lars Gustafsson, Anders Leopold... En fin. Hay donde elegir.

jueves, 5 de julio de 2012

La noche boca arriba

La noche boca arriba

Julio Cortázar
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

Mr. Taylor

Por Augusto Monterroso


-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el otro-, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.
Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.
Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como "el gringo pobre", y los niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.
En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.
Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.
De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:
-Buy head? Money, money.
A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la mano.
Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló pidiéndole disculpas.
Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.
Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.
Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió -previa indagación sobre el estado de su importante salud- que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr. Rolston y -no se sabe de qué modo- a vuelta de correo "tenía mucho agrado en satisfacer sus deseos". Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió "halagadísimo de poder servirlo". Pero cuando pasado un mes aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.
Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible espíritu de Mr. Taylor.
De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en su país.
Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar, sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo proporcionaría.
Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.
Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.
Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.
Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.
Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó la primera escasez de cabezas.
Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.
Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.
Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se estableció la pena de muerte en forma rigurosa.
Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.
Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido, decía "Hace mucho calor", y posteriormente podía comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.
La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.
De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en el más glorioso, en el continental.
Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término, que floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.
Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento. Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.
¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.
Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.
Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.
Fue el principio del fin.
Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.
El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.
Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.
En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.
Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.
Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados.
De repente cesaron del todo.
Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: "Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer."