miércoles, 8 de agosto de 2012

Perseguido por las furias

Tomado de El Malpensante.com

Un retrato urgente de Bobby Fischer (1943-2008)
Pablo Arango
Fue a un tiempo el más brillante y el más loco de los grandes ajedrecistas del último siglo. Lejos del tablero, nadie le ganaba a la hora de meterse en líos.

Oscar Wilde dijo que la realidad imita al arte. Una de las más increíbles, felices y trágicas confirmaciones es el caso de Bobby Fischer. En 1935, Elías Canetti publicó su única novela, que había escrito en 1930 (Auto de fe, Muchnik Editores, 1980). Uno de los personajes se llama Fischerle, quien se introduce a sí mismo diciendo “¿Juega usted al ajedrez?... Un hombre que no juega al ajedrez no es un hombre”. Y el narrador completa: “Durante el juego, sus adversarios le temían demasiado para importunarlo con objeciones; pues su venganza era terrible... [Pero] en las apuestas entre partida y partida –pasaba la mitad de su vida ante el tablero–, lo trataban como correspondía a su persona. Él hubiera preferido jugar sin interrupciones. Soñaba con una vida en la que se pudiera comer y dormir mientras jugase el adversario... había una categoría de hombres que Fischerle odiaba en este mundo: los campeones mundiales de ajedrez. Con una especie de furia maligna seguía todas las partidas importantes que se publicaban en revistas y periódicos. Partida que estudiaba, partida que le quedaba grabada durante años”. En un pasaje en el que Fischerle imagina que lo entrevistan, declara: “Señores, estoy muy sorprendido al ver que en todas partes me llaman Fischerle. Mi nombre es Fischer”.

Robert James Fischer nació en Chicago en 1943. A los seis años aprendió a jugar al ajedrez, y de los 13 a los 30 cambió para siempre la historia del juego, y se convirtió sucesivamente en un ícono, un héroe y un bandido. Sólo vivió para el ajedrez. En 1971, en la antigua Yugoslavia, el maestro Dimitri Bjelica lo invitó a presenciar en primera fila una representación teatral de la vida de Van Gogh. Cuando se sentaron, Fischer sacó su ajado tablero de bolsillo, y sólo levantaba la cabeza para preguntarle a Bjelica: “¿qué opinas de esta jugada del alfil?”. Lo único que alcanzó a entender de la representación fue que Van Gogh se había mochado una oreja. Al salir, le dijo a Bjelica: “si mañana pierdo con Smyslov, me corto una oreja”. En una entrevista declaró: “Nací bajo el signo de Piscis. Soy un gran pez. Me gusta tragarme a los grandes maestros”. Podía recordar todas las partidas que había jugado en la vida, y es seguro que recordaba todas las que había leído o visto. No le interesaban las mujeres (“son una terrible distracción”), ni el trago, ni el paisaje (cuando viajaba, se encerraba en su habitación de hotel a reproducir partidas).

Antes de Fischer, los ajedrecistas eran vistos como vagabundos al borde de la locura, como poetas malditos del siglo XIX, pobres hasta la indigencia. El primer campeón oficial del mundo, Wilhelm Steinitz, murió en la miseria en el ala psiquiátrica del hospital estatal de Manhattan, desde donde retaba a Dios a una partida en la que le ofrecía peón y salida de ventaja. Después de Fischer, los grandes jugadores se acostumbraron a recibir premios con cinco y seis ceros a la derecha. Antes, las únicas empresas interesadas en poner publicidad en un torneo de ajedrez eran probablemente las farmacéuticas que ofrecían pastillas para el dolor de cabeza, y algunas comercializadoras de café. Fischer logró interesar a los empresarios en el juego y convirtió la contienda por el campeonato mundial en un símbolo de la Guerra Fría y, por supuesto, en un espectáculo de noticieros. Arthur Koestler dijo, a propósito del cubrimiento que hizo del encuentro por el campeonato mundial entre Fischer y Spassky en 1972: “me alegra volver a ser corresponsal de guerra después de tantos años”. Fischer captó en una década más aficionados para el juego que todos los campeones mundiales juntos.

Comentando la actitud de Alejin hacia el juego, Cabrera Infante dice que “para la escuela rusa encabezada por él, el ajedrez era todo estudio, esfuerzo y mala fe”. El liderazgo en este estilo mafioso fue recibido por Mijail Botvinnik, el campeón mundial que llevó la escuela soviética a las más altas cumbres del juego y la marrulla. Un claro ejemplo de por qué Fischer se convirtió en un símbolo del individualismo norteamericano en contra del socialismo soviético lo ofrece la única partida que disputó con Botvinnik, en la olimpíada de Varna en 1962. Después de cuatro horas de juego y 45 movimientos, la partida fue aplazada para el día siguiente, en una posición claramente favorable para Fischer. Éste se retiró a su hotel, solo, mientras la delegación soviética se dividió el trabajo de buscarle una salida al patriarca tirano Botvinnik. En una habitación, Boleslavsky, Tal y Spassky, y en otra Geller, Furman, Keres y Botvinnik (algunos dicen que éste se acostó a dormir). Siete de los mejores jugadores del mundo analizando toda la noche. A las cinco de la mañana, Geller encontró la idea salvadora, y la partida terminó en empate. Los soviéticos se dieron cuenta de que la amenaza proveniente del otro lado de la Cortina de Hierro, justo en el corazón de las tinieblas capitalistas, era real: se necesitaba todo un equipo conformado por los mejores para siquiera arrancarle un empate al muchacho de 19 años.

Entonces vino el match del siglo, en el 72. Antes de enfrentar a Spassky, Fischer abatió a Taimanov (soviético) y a Larsen (danés). A cada uno le propinó una paliza de 6-0. Más o menos como si la selección de Estados Unidos les metiera un 5-0 a Brasil y Argentina, sucesivamente, en el mundial de fútbol. Como Maradona, Fischer segregaba esa sensación de que él solo era capaz con todos. Como Maradona, fue amado y odiado; sólo cuando analizaba una posición o movía era un genio y un caballero, pero por fuera de los estrechos márgenes de su arte, que era también su vida toda, era un maleducado, un impertinente, un necio, el eterno adolescente insoportable. En una edición del International Herald Tribune del 72, se dice: “Mientras Spassky se sume en una meditación profunda sobre el siguiente movimiento, Fischer se come las uñas, se saca los mocos y se limpia los oídos entre jugada y jugada”. Parece un eco incompleto de las palabras de Nabokov sobre el protagonista de La defensa: “Es grosero y desaseado y carece de gracia, pero, como mi gentil protagonista (una joven encantadora por derecho propio) descubre muy pronto, hay en él algo que trasciende tanto la vulgaridad de su carne grisácea como la esterilidad de su recóndito genio”.

Fischer aceptó de mala gana que el encuentro con Spassky se diera en Islandia, ya que de todos los países candidatos, ése era el que menos dinero ofrecía (“sólo me interesan el ajedrez y la plata”, decía, aunque nunca se supo para qué quería lo segundo). Cuando se celebró la ceremonia de apertura del match en Reikiavik, Fischer estaba todavía en Nueva York, alegando que no jugaría por una bolsa de tan sólo 125 mil dólares (una cifra inimaginable hasta entonces; Paul Keres dijo que por esa suma sería capaz de jugar en la Antártida). El mismísimo Henry Kissinger telefoneó a Fischer para tratar de convencerlo de que jugara, pero sólo la intervención del millonario británico Jim Slater, quien dobló el monto del premio, salvó el encuentro. Slater declaró después: “todo el mundo sabe que Fischer es grosero, y posiblemente un loco. Eso no me preocupa, y no lo hice por esa razón. Lo hice porque él desafió la supremacía rusa, y eso era bueno para el ajedrez”.

Fischer se presentó, pues, a la primera partida y, en una posición inofensiva, cometió un error infantil. Muy a su manera, les estaba diciendo a “los rusos”, como los llamaba, que podía darles un punto entero de ventaja. Jugaba solo, como siempre, sin equipo, sin analistas. Spassky, en cambio, contaba con el apoyo de cuatro grandes maestros soviéticos, con quienes se había preparado desde hacía varios meses para enfrentar al norteamericano. Pero al día siguiente Fischer volvió a poner en riesgo el encuentro: no se presentó a jugar, y a Spassky se le adjudicó otra victoria, esta vez por W. Cualquier otro maestro soviético, en el lugar de Spassky, se habría retirado, y habría retenido el título. Pero él no, él era un caballero –Korchnoi decía: “Spassky es un caballero, y puede que los caballeros triunfen con las mujeres, pero pierden en el ajedrez”–, y quería que se celebrara lo que para él era una fiesta, aunque terminó siendo su propia tragedia. Al parecer, Spassky desobedeció órdenes emanadas directamente de Moscú y continuó en Reikiavik. Nadie entendía por qué “los rusos” estaban tan nerviosos, con una ventaja inicial de 2-0. Cuando Fischer ya había superado a Spassky en cinco partidas, exigieron que les permitieran desarmar y examinar con rayos X la silla de Fischer, porque pensaban que el bajonazo de su campeón se debía a algún truco tecnológico de los gringos. Sólo encontraron dos moscas muertas, cuya necropsia no dio mayores luces. El match continuó y Fischer abatió al único que le faltaba, y se coronó campeón mundial, y su vida se acabó. Heráclito dijo que el carácter de un hombre es su destino. Ebrio de triunfo, desolado y vacío por la desaparición del único propósito de su vida, Fischer lo arruinó todo. En 1975 perdió el título mundial, porque se rehusó a jugar contra el aspirante de turno, la nueva estrella soviética Anatoly Karpov. Kasparov dijo certeramente que su problema fue que “consiguió la perfección y, una vez lograda, todo lo demás estaba por debajo de la perfección”.

El ajedrez no acaba de ser un arte, no es un mero juego, y no alcanza a ser una ciencia. Quizá la única definición que logra fijar fugazmente la naturaleza de esa bruma sea la de Stefan Zweig: “un pensamiento que no conduce a nada; una matemática que no prueba nada; un arte sin obras; una arquitectura sin materia”. Convertido en una estrella internacional, Fischer siguió sin embargo encerrado en la celda de su mente autista. Para él, el mundo era esa cosa que queda a los lados del tablero; la realidad era una alucinación producida por la terminación de una partida. Incapaz de manejar la plata, entregó gran parte de la fortuna que había hecho a la Worldwide Church of God, de la que se separó muy tarde al darse cuenta de la estafa. Spassky dijo en una ocasión que Bobby era una persona absolutamente honesta, absolutamente bondadosa y, por tanto, absolutamente antisocial. Siendo campeón, una multinacional de cosméticos le ofreció una jugosa suma para promocionar un champú (Eduard Gufeld sostiene que se trataba de diez millones de dólares). Fischer pidió un tarro, lo probó, y lo devolvió medio vacío (¿o medio lleno?) diciendo que él era un campeón mundial y, en consecuencia, no podía publicitar semejante porquería.

En 1992, el traficante de armas Jedzimir Vasiljevic ofreció una bolsa de cinco millones de dólares para que se realizara en Yugoslavia un nuevo encuentro entre Fischer y Spassky. Ambos estaban escasos de efectivo, eran viejos conocidos y, para Fischer, era la oportunidad de volver a la vida. El gobierno de Estados Unidos le envió una carta admonitoria a Bobby, amenazándolo con la cárcel si jugaba. Ante las cámaras, Fischer escupió la nota. Jugó, volvió a ganar y, varios años después, le fue cancelado el pasaporte. Comenzó a vagar por el mundo, soñando con construir una casa con la forma de una torre de ajedrez (en una de sus alucinaciones, Fischerle piensa que “se construirá un palacio gigantesco con torres, caballos, alfiles y peones de verdad... Los criados irían de librea; en treinta enormes salones, jugará día y noche treinta partidas simultáneas con piezas de carne y hueso”). El once de septiembre de 2001 concedió una entrevista radial en Filipinas: dijo que estaba bastante complacido por el atentado contra las Torres Gemelas, y que guardaba la esperanza de que vinieran más.

El 13 de julio de 2004 fue arrestado en un aeropuerto japonés por presentar un pasaporte vencido. Estados Unidos lo pidió en extradición. Estuvo detenido ocho meses en Japón, hasta que el gobierno de Islandia, aun a riesgo de recibir sanciones económicas de parte de los gringos, le concedió la ciudadanía, y pudo viajar nuevamente a Reikiavik, donde murió el pasado 17 de enero. En las fotografías de los últimos años parece un indigente y un loco. En verdad estaba loco y un tanto pobre. Él, que le ganó un puesto al ajedrez en el mundo; él, gracias a quien los grandes maestros de la actualidad pueden exhibir esa estampa de yuppies, murió como los poetas malditos del tablero, como Steintiz.
Sería fácil decir que Fischer recibió ahora sí un jaque mate definitivo, a sus 64 años (llegó hasta la última casilla). Fácil y falso. Sobre el cadáver de Capablanca, que alcanzó a ver de niño en La Habana, Cabrera Infante dijo que “estaba muerto, era evidente, aunque era un inmortal”. Las obras maestras de Fischer persistirán, por lo menos mientras exista el ajedrez. Comentando la creciente admiración por Shakespeare en la época del doctor Johnson, Joseph Wood Krutch habla de “Shakespeare, esa fuerza de la naturaleza”. Fischer logró convertirse, como Capa, en una más de las leyes de la naturaleza. No fue del todo en broma cuando otro de los mejores, Mijail Tal, dijo, después de perder una partida con Fischer en 1961, “es difícil jugar contra la teoría de Einstein”.

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