sábado, 23 de junio de 2012

El relato policial que viene de los márgenes de Europa

POR JAIME PECHEUR

El comisario Adamsberg sabía planchar las camisas; su madre le había enseñado a aplanar la pieza de los hombros y alisar la tela alrededor de los botones.” Con esta presentación, inimaginable en tiempos de Gideon Fell –el protagonista de 23 novelas policiales escritas por John Dickson Carr entre 1933 y 1967–, comienza Un lugar incierto, la penúltima pieza de la saga de este comisario poco menos que delirante, ideada por una arqueozoóloga francesa llamada Frédérique Audoin-Rouzeau, autora de un monumental trabajo sobre la peste negra y otro sobre las osamentas animales de la Edad Media. Allí, en esa revelación doméstica, pero también en el hecho de que la escritora elija, cuando se trata de esta clase de libros, firmar como Fred Vargas, un nombre masculino e hispano –aunque el Fred sea la abreviatura del verdadero Frédérique y Vargas provenga del personaje de Ava Gardner en La condesa descalza–, se encierran algunas claves de lo que, con algo de pretenciosidad podría denominarse “el nuevo policial negro”.




Hay, en el género, ya desde su comienzo, una cierta impronta vergonzante. Los antiguos detectives eran –como quienes los creaban– amateurs. Para unos y para otros, se trataba de un ejercicio intelectual. Sobre todo en los casos del citado Dickson Carr y de Nicholas Blake (seudónimo del poeta Cecil Day Lewis y uno de los grandes maestros del policial inglés) los investigadores no dependían económicamente de la resolución de sus casos. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, creadores, en 1945, de la colección El Séptimo Círculo fueron los introductores de estos dos autores en castellano, más allá de alguna edición suelta en la década de 1930. El número 1 de la serie fue La bestia debe morir, de Blake, y el 2, Los anteojos negros, de Dickson Carr. En esa obra hace su aparición, para los hispanoparlantes, Fell (la primera novela en la que había aparecido, en realidad, era Hag’s Nook, de 1933), alguien presentado como lexicógrafo y de quien lo único que llegaba a conocerse era la pipa y su fenomenal corpulencia, algo que ponía en escena su necesaria inmovilidad. La investigación –y los policiales, podrían agregar sus eruditos creadores– no era cuestión de movimiento sino de inteligencia. Y la parodia Seis problemas para don Isidro Parodi, de Borges y Bioy (quienes también usaron un seudónimo, H. Bustos Domecq), publicada por Sur en 1942, llevaba esta característica hasta un límite. El investigador, un ex peluquero, estaba preso y resolvía sus casos sin moverse de la celda 273 de la Penitenciaría Nacional.

Detectives imperfectos

El llamado policial negro introduce, en particular, dos variantes: el punto de vista del criminal y la profesionalización del investigador. Y en este segundo caso debe habérselas con un problema que aún suele turbar a los autores, obligándolos a meandros narrativos a veces exagerados: el desprestigio, a lo largo del siglo XX, de las fuerzas policiales. La figura del detective privado es, desde la gran trilogía americana –Sam Spade, Philip Marlowe y Lew Archer– una de las soluciones posibles. A veces son ex policías, en permanente enfrentamiento con la corrupción o la burocracia; en ocasiones, simples profesionales, nunca demasiado bien vistos ni por la institución ni por aquellos a los que persiguen; a menudo deben luchar simultáneamente con malhechores y policías (suelen tener un enemigo jurado dentro de la fuerza y, también, algún aliado). Pero, de todas maneras, de estos detectives tampoco se sabía demasiado más allá de que la vida los había endurecido, de que no creían demasiado en nada y de que, para ellos, había pocos desayunos mejores que un buche de bourbon. Faltaba todavía para la última gran moda del género: los imperfectos. Una nueva camada de investigadores que se casan o se divorcian, que tienen problemas de incomunicación con sus hijos (generalmente hijas), que a veces son alcohólicos o dominan a duras penas sus impulsos más violentos, que saben cocinar (y que pueden llegar a ser verdaderos gourmets) y que deben lidiar con una vida cotidiana que está lejos de agotarse en los casos que resuelven. Uno de los subrubros es el de los policías étnicos, encabezados por el precursor Pepe Carvalho, de Manuel Vázquez Montalbán (versión barcelonesa), el comisario Montalbano –llamado así en su homenaje– de Andrea Camilieri (versión siciliana) y el comisario Kostas Járitos, de Petros Markaris (versión ateniense). Se trata, casi, del tercer mundo europeo. Y en el caso de Járitos, se hace presente una detallada descripción del patio de atrás del Mercado Común, que en su última novela, Con el agua al cuello –donde los asesinados son banqueros de los que llegan a “salvar” a Grecia–, alcanza un grado máximo de explicitación. Los tres aman las comidas populares y en todas sus novelas se entremezcla la picaresca, sin llegar al extremo del genial detective sin nombre de Eduardo Mendoza, al que, cada tanto, el Comisario Flores saca del manicomio en el que está internado (en El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas y El tocador de señoras) para que lo ayude.
Y dentro de esta pequeña categoría ocupada por los márgenes del viejo continente (y por afuera de las tradicionales Scotland Yard inglesa y Sureté francesa) hay una casilla más chica todavía, cuya pequeñez, sin embargo, no condice con la magnitud de sus ventas: el policial escandinavo. Con un marco de política estrictamente correcta, sin excesos de ninguna índole y con frecuentes reflexiones acerca de la violencia de género, su estrella es Kurt Wallander, el veterano Inspector de la policía de Ystad –localidad cercana a Malmö, en el sur de Suecia–, creado por Henning Mankell. La fugaz Trilogía Millenium de Stieg Larsson, donde la hacker Lisbeth Salander roba protagonsimo al periodista de investigación económica Mikael Blomkvist, fue otro fenomenal éxito nórdico, a pesar de su desprolijidad de escritura y de que la única trama verdaderamente bien construida es la de Los hombres que no amaban a las mujeres, el primer volumen. El furor por los policiales en las nieves ha llevado a editoriales españolas a apuntarse con cuanto apellido con doble diéresis y acento sobre las consonantes se le cruzara por delante, sin demasiado tino ni fortuna.

En el panorama actual, además de la mencionada Fred Vargas (sus novelas son editadas por Siruela) se destacan algunos de los descubrimientos de la serie Roja y Negra, de Random House, que dirige Rodrigo Fresán; en particular, los iniciales Delitos a largo plazo, una novela excelente del inglés Jake Arnott, y El poder del perro, de Don Winslow: una especie de El padrino en clave de narcotráfico mexicano, bastante plana e ingenua en su dibujo del protagonista, pero apasionante en su meticulosa reconstrucción de un entramado delictivo que tiene como mercancía principal los 3.326 km de frontera que México tiene con los Estados Unidos. Y, sobre todo, las sagas (ése es otro de los datos del policial actual) de tres autores que hacen honor a una vieja tradición literaria británica: ninguno de los tres es inglés. Dos son irlandeses, John Banville, travestido como “Benjamin Black”, y John Connolly, que ambienta sus novelas en los Estados Unidos, y el escocés Craig Rusell, que no recurre a seudónimos pero escribe dos series a falta de una y con características casi opuestas entre sí, la del pulcro Inspector Fabel, de la policía de Hamburgo, y la del casi impresentable Lennox, un detective privado canadiense que quedó –o eligió quedar– varado en Glasgow después de la Segunda Guerra Mundial.

Dublín, Belfast y Glasgow, ciudades duras

Benjamin Black ha escrito cuatro novelas que tienen como protagonista al patólogo Garrett Quirke, un huérfano à la Dickens criado en su primera infancia por los curas y luego en el seno de la alta burguesía, que describe con igual justeza ambos mundos y que actúa en una oscura Dublín de posguerra. El secreto de Christine, El otro nombre de Laura, En busca de April y Muerte en Verano (las dos mejores son la primera y la cuarta), a las que se agrega El lémur –una novela sin Quirke– fueron traducidas y publicadas por Alfaguara.

Las dos series de Craig Rusell, sumamente bien escritas, recorren dos extremos de la novela negra. En un caso se trata de un oficial dentro de una policía científica y ultraespecializada y en el otro de alguien capaz de frases como “hay dos cosas que a Glasgow le salen bien: la lluvia y el humo”. Uno, Fabel, es metódico y ordenado pero los males del mundo no lo dejan indemne –e incluso pueden volver literalmente loca a una de sus colaboradoras inmediatas–; el otro, Lennox, es, en la mejor tradición de Marlowe, un cínico extremo en el medio de la ciudad más sórdida que pueda imaginarse. La Serie Fabel incluye los volúmenes Muerte en Hamburgo, Cuento de muerte, Resurrección, El señor del carnaval y La venganza de la valquiria, editados por Roca pero de muy difícil obtención en la Argentina, y A Fear of Dark Water, aún no publicado en castellano. Las novelas de Lennox son Lennox, El beso de Glasgow (las dos únicas editadas en español, también por Roca), The Deep Dark Sleep y Dead Men and Broken Hearts.

Por último, pero lejos del último lugar en importancia, Connolly ha logrado la exacta mezcla entre el policial y el terror, con asesinos seriales habitados por la maldad más pura y un detective que lleva el nombre de un saxofonista de jazz, Charlie Parker, y al que como a él llaman Bird aunque sólo escucha música country, que podría ser un ángel caído y al que secunda un dúo perfecto: la pareja gay formada por el elegantísimo Louis, un implacable asesino negro, y Angel, un ladrón blanco que se destaca por el mal gusto para vestirse. Parker es ex policía. En el comienzo mismo de la saga su mujer y su hija son asesinadas. Y a lo largo de sus novelas, que ya en el segundo volumen se desplazan de Nueva York a Maine –uno de los homenajes, no el único, a Stephen King–, se intuye que de lo que se trata no es de la clarificación de casos aislados sino de una lucha de proporciones mucho más amplias. Con escapadas hacia la historia de Louis en el Sur profundo y de los propios padres de Parker, la serie incluye nueve novelas traducidas y publicadas por Tusquets (Todo lo que muere, El poder de las tinieblas, Perfil asesino, El camino blanco, El ángel negro, Los atormentados, Los hombres de la guadaña, Los amantes y Voces que susurran), dos aún no editadas en castellano (The Burning Soul, de 2011, y The Wrath of Angels, de 2012) y una nouvelle que Tusquets no distribuyó en la Argentina, Más allá del espejo, donde aparece el personaje de El Coleccionista, central en varios de los últimos volúmenes, y que se sitúa cronológicamente entre el cuarto y el quinto de la serie.

martes, 19 de junio de 2012

Alemania a la cabeza funcionaría mejor Europa

Tomado del diariomontanes.es

Philip Kerr reconoce que durante seis días a la semana pasa ocho horas sin hablar. Su estado natural es el silencio por lo que, según confiesa, le cuesta mucho participar en foros literarios. Sin embargo, se explaya para hablar de la historia de Alemania, un país en el que ambienta una buena parte de su obra, pese a que él sea escocés y resida en Londres. También se define como pacifista, pero el nazismo aparece en sus novelas porque, según explica, «es uno de los pocos momentos de la historia en los que es fácil distinguir entre los buenos y malos». De esa lógica casi infantil nace su interés por Alemania, un país que, en su opinión, acaba siempre en el centro de la historia aunque en algunos momentos, como el actual, no lo desee. Esta semana imparte en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) el seminario 'Cómo se escribe un buen texto' y hoy, martes, a las 19.00 horas, inaugura el ciclo de los 'Martes Literarios', que patrocina EL DIARIO MONTAÑÉS.
Para el autor de 'Praga mortal', en la que recupera a su detective Bernie Gunther, el pasado de Alemania que refleja en sus libros no es tan lejano como pueda parecer de hecho todo lo que pasa ahora es una consecuencia de aquel periódico «Y no creo que sea necesariamente malo. Hoy Alemania está liderando Europa y diciéndole hacia tiene que ir», aseguró.
Una circunstancia que encuentra «bastante irónica» porque en 1914 y 1939 ese país quería «conquistar y dominar» Europa y hoy la controla pero, a su modo de ver, no se siente cómoda en esa situación. «Y cómo está preocupada por mostrar patriotismo, ha recogido una bandera azul con muchas estrellas», apostilló.
Sin embargo, el autor que define a los alemanes como «una gente muy agradable» no quiere que sus palabras se tomen como una crítica porque está convencido de que «una Europa dirigida por ellos no sería algo tan malo, por lo menos funcionaría bien».
En su próxima novela, ya muy avanzada, regresa a los años cuarenta del pasado siglo para narrar la masacre de 40.000 oficiales polacos a manos del policía soviética en Smolenks. «Parece que siempre escribo sobre historia pero es que la historia tiene unos efectos muy poderosos», defendió, antes de recordar que precisamente en un aniversario de esa masacre tuvo lugar el accidente aéreo en el que falleció el entonces presidente de Polonia, Lech Kaczynski. «Hubo una gran controversia e incluso se sospechaba que los rusos habían estado involucrados. Una vez más vemos como las heridas de la historia están muy cerca de la superficie'.
Novela negra





Además de vérselas con asesinatos en sus historias, Kerr es también un autor de literatura infantil y juvenil, un tipo de literatura que no considera «en absoluto menor» y que le lleva mucho más tiempo escribir porque para llegar a ese público «hay que ser como una especie de Matisse y buscar la simplicidad». Sin embargo, reconoce que se siente más a gusto en el género negro que está viviendo uno de sus mejores momentos porque los lectores necesitan buenas historias. «Buscan una buena trama, que es el motor que lleva adelante un buen libro, porque están un poco cansados de que se les ofrezca grandes frases y una escritura bonita. Tienen apetito de una buena historia».
Kerr reconoce que muchas veces se confunde al escritor con el autor. «El primero es un misántropo que se encierra en su casa para escribir durante todo el día mientras que el autor es un pobre hombre que tiene que venir habitualmente a este tipo de actos», por eso esta semana que tiene que compartir todas estas reflexiones con sus alumnos le gustaría volver a su estudio londinense para seguir con la novela. «Esta es la primera vez que participo en un encuentro de este tipo y la verdad, no me veo cualificado para enseñar a alguien a escribir un texto en cinco días. Ni siquiera he asistido a clases de escritura creativa, pero como soy abogado de profesión, creo que sabré convencer», dijo para concluir.

lunes, 18 de junio de 2012

Cerdos al Louvre

Tomado de
cultura.elpais.com

Cerdos decorativos en un salón decimonónico, esculturas retorcidas en una impecable mesa de bufete, neumáticos de acero tirados entre el mobiliario aristocrático, figuras en posiciones sexuales… Es lo que pasa cuando uno de los establecimientos artísticos más antiguos del mundo abre sus puertas al creador de Cloaca, una máquina de crear excrementos. Aunque donde algunos ven una sarcástica burla, el artista reivindica una respetuosa fidelidad a la herencia tradicional, alejada de la vacuidad y de la ligereza de un arte contemporáneo que no duda en criticar. O eso nos ha contado el propio Wim Delvoye. Aunque con él nunca se sabe.

Cuando una institución tan venerable como el Museo del Louvre invita a un artista contemporáneo, con fama de controvertido, a presentar sus creaciones junto a sus grandes obras maestras, la polémica está asegurada. Blasfemia estética, para unos, o fructífero diálogo temporal, para otros, las discusiones parecen no tener fin como ya se demostró durante las exposiciones de Jeff Koons (2008) y Takashi Murakami (2010) en el castillo de Versalles. Por las salas del Louvre ya han pasado nombres tan reconocidos como Tony Cragg, Jan Fabre, Anselm Kiefer, Joseph Kosuth o Michal Rovner.

Wim Delvoye sería uno más de esta interminable lista si no fuese por la agitada fama que siempre le precede. Se dió a conocer en 2000 con Cloaca, una compleja máquina que reproducía con fría exactitud todo el proceso digestivo humano (de la absorción a la digestión) para acabar creando unos excrementos reales. Luego vinieron su serie de radiografías y vidrieras obscenas o escatológicas y sus pieles de cerdos. Delvoye los cría en su granja cerca de Pekín donde los tatúa antes de vender sus pieles como si de simples cuadros se tratasen. Un procedimiento que ha despertado la ira de las asociaciones de defensa de los animales. El proyecto Tim (2008) lleva esta idea al paroxismo. El suizo Tim Steiner se dejó tatuar la espalda por Delvoye y este vendió su obra por 150.000 euros a un coleccionsta suizo, que recibirá el trozo de piel a la muerte del portador. Por si fuera poco, Delvoye ha creado también unas esculturas retorcidas de Cristo crucificado, que sitúa ahora sobre la gran mesa de banquetes de las salas de Napoleón III en el Louvre, atrayéndose esta vez la animosidad de las instituciones religiosas.





¿Qué se puede inventar esta vez Delvoye? “Nada”, nos asegura con un tono casi infantil. El espectador puede ver “un Wim que no es exactamente el yerno ideal pero que ha encontrado su lugar entre las cosas bien trabajadas”, explica. Aunque es muy consciente de lo que acarrea su arte. “Estas obras son el resultado de casi cuatro años de trabajo. Sé que puede resultar provocador, pero de manera nueva. Como puede serlo intentar volver a hacer pintura parecida a la del siglo XVII”, explica. ¿Un retorno al academismo? Quizás. Y es que Delvoye ha decidido que era hora de criticar al mundillo del arte tal y como se presenta hoy. Un nuevo hobby o una nueva estrategia para este artista que parece no tenerle miedo a nada. “El siglo XX fue terrible, pero no lo sabíamos. El siglo XXI también, pero de manera completamente diferente. Murakami, por ejemplo. Al principio yo pensaba que lo suyo no era arte, aunque me gustaban un par de esculturas. Sabía que funcionaría porque un nuevo mundo había nacido. Pero nunca hubiera imaginado un mundo tan terrible en el que él pudiera hacer cualquier cosa y que le pagasen tanto”. O el arte de morder la mano que te ha dado de comer.

Sin embargo, no todo es malo según Delvoye. “Damien Hirst ha vendido directamente sus obras, saltándose al galerista. ¿Maurizio Cattelan? Ha sido comisario, propietario de una galería (la Wrong Gallery), editor de dos revistas y crítico de arte. Y se le considera como uno de los mejores de su generación. Hace 25 años, un artista no hubiera podido hacerlo porque se le hubiera tachado de comercial y hubiera perdido toda credibilidad”, explica contento de que el arte contemporáneo haya conseguido emanciparse de lo que el artista belga llama “el arte para los funcionarios”. “Ahora reina el mercado libre. Quizás no sea tan bueno pero es así. El mercado es bastante conservador, algunas veces igual de malo que antes”, admite volviendo a la carga. Ahí va la primera bala para un sistema liberal y caótico que muchos consideran responsables de la burbuja especulativa que conoce el mercado del arte contemporáneo en los últimos tiempos. Pero el fusil de Delvoye tiene munición para todos. ¿Los jóvenes artistas contemporáneos? “Es cierto que mi trabajo se vende por cantidades de seis ceros, pero yo gasto mucho en cada obra. Y veo a jóvenes desconocidos que siempre llegan a esa cifra aunque sea una obra más pequeña. Pero el trabajo que hacen no tiene compromiso alguno”, explica con una nostalgia cuyos aires retrógrados son tan sorprendentes (él forma parte de todo eso) como, seguramente, calculados.

Pese a todo, el trabajo del artista belga encuentra un eco particular en un lugar tan cargado de historia y herencias estéticas como el Louvre. Y es que las obras de Delvoye a menudo se caracterizan por una sorprendente mezcla de referentes clásicos y objetos o códigos actuales. Ya no solo en la reinterpretación digitalizada y perfeccionada de la arquitectura gótica que ha iniciado en los últimos años, con maquetas de hierro cortadas al láser de manera ultra-realista (Chapel # 2, 2007) o la famosa torre que pudo verse en la Bienal de Venecia de 2009 (Torre Venezia, 2009), sino en sus primeras creaciones. Objetos banales, como mesas de planchar, palas o bombonas de butano que el artista decora con unos escudos de armas medievales o con los paisajes típicos de la cerámica de Delft (Butagaz 62 Shell 205722, 1989-1990). Unos inesperados acercamientos estéticos que ofrecen una apasionante reflexión sobre la esencial trivial de algunos objetos y las condiciones sociales o hermenéuticas que pueden transformarlos en obras de arte. En efecto, ¿por qué no decorar también una bombona de gas, una cuchilla de sierra circular o la piel de unos cerdos? Asuntos en los que el artista seguirá profundizando a lo largo de su carrera y que están muy presentes en la propuesta del Louvre con cuchillas decoradas como platos, cerdos tatuados con flores o una imponente escultura de acero en el jardín de las Tullerías.

Y es que Delvoye siempre “interroga el presente a la luz del pasado y se presenta como un regenerador proponiendo fórmulas desestabilizadoras”, como se explicaba en el catálogo de la gran exposición que le dedicó el Bozar de Bruselas en 2010.

Wim Delvoye. Au Louvre. Museo del Louvre. París. Hasta el 17 de septiembre.