jueves, 21 de julio de 2011

Gogo No Eiko

El título de esta columna es el nombre original en japonés de la novela El marino que perdió la gracia del mar, del extraordinario escritor nipón Yukio Mishima. La edición que comento corresponde a la Primera reimpresión (2003) de Alianza Editorial, Madrid.
Cuando uno de lector se enfrenta a un escrito japonés, sea narrativa, prosa, ensayo o cine, de antemano se sabe que hay por lo menos un par de elementos que serán parte del ambiente o los propios personajes lo ponen de manifiesto: la muerte y la guerra.


El marino que perdió la gracia del mar (1963) es una novela fundamental para conocer la maldad. Quizá sea eso: un canto a la maldad. Pero no es una maldad construida por cientos de balas, disparos o misiles. Es la maldad de un adolescente (Noboru) (¿Recuerdan El señor de las moscas o El espinazo del diablo?, quien junto a una pandilla de amigos le ponen de manifiesto, especialmente en sus seres queridos. La fábula está elaborada de manera sencilla: Fusako, la madre de Noboru ha enviudado. Ella dirige una famosa tienda de ropa ubicada en Yokohama, donde las principales actrices japonesas compran. Un día conoce al marinero Ryuji Tsukazaki. Entablan un romance hasta que deciden casarse. Noboku duerme en una habitación ubicada a la par de su madre. Descubre un agujero por el que la espía, primero a ella y luego a ambos. Cuando es descubierto, Fusako le pide a su nuevo esposo que, para realizar la primera función como padre, lo castigue. Sin embargo Ryuji lo perdona. Esta actitud es depreciada por el propio Noboku, quien recurre a la pandilla de amigos y decide efectuar una sentencia contra el marinero. Mishima nació el 25 de enero de 1925. El 25 de noviembre de 1970 se decapitó. Dejó una importante obra literaria, novelas como: Confesiones de una máscara, 1948; El rumor del oleaje, 1956; Después del banquete, 1960, entre otras.

lunes, 18 de julio de 2011

La muerte se sentó sobre nuestro cielo


La semana que acaba de concluir estuvo impregnada de muerte, quizá como la anterior, como la penúltima, como las de junio, mayo, en fin, como las de todo el año; quizá como las de todos los años. De cualquier manera, la muerte nos visita y pareciera que se sentó frente al territorio nacional y está esperando, por cualquiera de nosotros. Agazapada, sonriendo. Tal vez con una hoz en s

u brazo derecho. O, mejor, con una sonrisa malévola, similar al escalofrío.
De todos es sabido ya el asesinato de Facundo Cabral, cantautor argentino, quien tras brindar varios conciertos en nuestro país, fue baleado minutos antes de llegar al aeropuerto. Fue un trovador, perteneciente a la Nueva Canción Latinoamericana. Junto a otros grandes se expresó contra toda forma de opresión. Por otro lado, también el deceso de Alfonso Bauer Paiz, revolucionario, digno, héroe nacional, que tras sortear grandes dificultades en su vida, como la pérdida de una hija, el exilio, la persecución y hasta atentados, se convirtió en un ejemplo de vida e inspiración para todos aquellos que aún creemos que el mundo debe verse con ojos sociales. También el fallecimiento de Francisco Villagrán Kramer, un intelectual, catedrático y visionario, quien escribió muchos textos clásicos para comprender mejor nuestra sociedad. Pero, sobre todo, también, otros muchos guatemaltecos mueren a diario, algunos, de la enfermedad común denominada plomo. Hasta el cielo ha estado gris, como que el ambiente en la calle, en los trabajos, centros de estudios, ha estado mustio, escéptico. Más de alguno ha pensado salir huyendo al primer país que se le ocurra, otros han tomado precauciones y no pocos, les basta con rezar. Quiero dejar como manifestación de mi congoja y sobre todo aprecio para estos tres valiosos seres que fallecieron y para quienes también mueren a diario. Unos versos del poeta peruano Javier Heraud: “Quiero que salgan dos geranios de mis ojos/ de mi frente dos rosas blancas/ y de mi boca, por donde salen mis palabras,/ un cedro fuerte y perenne/ que me dé sombra/ cuando arda por fuera y por dentro/ que me dé viento/ cuando la lluvia desparrame mis huesos./ Echadme agua, todas las mañanas,/ fresca y del río cercano / que yo seré el abono/ de mis propios vegetales.”.