jueves, 14 de junio de 2012

Texto de presentación de "Crónicas suburbanas" de Francisco Alejandro Méndez

Advertencia en contra de la lectura de Crónicas suburbanas, de Francisco Alejandro Méndez
Guillermo Barquero


Si usted, lector, lectora, cómplice depósito de la palabra escrita, es de caricias suaves y miradas pudorosas, absténgase de acercarse a estas páginas.
Si usted cree que el cuerpo humano es el sacro recipiente de una vida o de un alma, o si, por extensión, usted, lector, cómplice, lectora, considera que la grandeza humana aniquila la abyección y la tapa como se le pone un dedo encima a una herida que supura. O si usted no es capaz, lector, de soportar el sonido espantoso de un ojo de vidrio que golpea el cinc, en un presidio, o si aborrece las partes del cuerpo que se arrancan y se introducen en un sistema de compra y venta en el que un dedo no vale un cinco y una pata de palo apenas alcanza como parte de sobrevivencia carcelario, o si usted rehúye de la fascinación de los mesías cotidianos que encantan y pulen los filos de resistencia como se doma una serpiente o un escorpión. O, lectora, si usted, lector, cómplice, si usted no concibe el contacto del amor como un preámbulo del golpe y la sangre y los seres como gordos cetáceos que boquean, desangrándose en un lecho matrimonial, o como bestias que se gastan y se consumen y se queman conforme se les deslizan los años en laa gotas de sangre. O, más bien, si usted, cómplice, lectora, lector, si usted, depósito sacro de las ficciones pulidas a punta de noches y de hojas y de plomo cayendo en la oscuridad como huesos, no imagina los límites a los que fuerza el odio y el hartazgo y los niveles de ascenso del polvo blanco empuja, no se hace una idea completa de la desesperación y el espanto y el abuso; o si usted, lectora, cómplice, lector, usted, para quien se crean mundos y se recrean inmundicias y camas de perlas, no ha observado, con resignación, por el hueco iluminado de una pared de adobe la demolición de quienes se entregan y penetran y se espantan, o no es capaz de entender que los actos amorosos solo llevan de realidad los epítetos y la ilusión y la carga de belleza que ha dictado la costumbre. O si, lectora, usted, lector, usted, cómplice, usted, ha contribuido, sea en su imaginación o mediante actos edificantes, a forjar lo que llamamos las “buenas costumbres”, “la buena educación”, la “sana existencia de nuestros niños y nuestros adolescentes”, no abra las páginas de este libro.
Tampoco lo haga si usted, cómplice, si usted está incapacitado para distinguir las notorias conexiones entre una caída y otra, entre un cuerpo de gato que salta al vacío y un órgano que se precipita y un amor que se golpea en la velocidad de la caída libre, sin el amparo de los paracaídas o las almohadas de plumas o los colchones de agua, o si, por el contrario, siempre busca las relaciones alegóricas entre las cosas y condena, así, a las precipitaciones al vacío a la categoría de “caídas morales”, o “descensos al averno de los vicios”, y les quita asqueado su armadura de simples traqueteos y ruputuras de huesos, porque las caídas son las caídas y la debilidad del cuerpo es la debilidad del cuerpo y no la del alma. O si usted, prevenido lector, acuciosa lectora, no cree en la insalvable animalidad del hombre, en las posiciones bestiales que asume (el buitre carroñero, el tigre al acecho, el lagarto rastrero, el mono como forma máxima de la imitación) cuando ruega y maltrata, cuando se prosterna y abusa, cuando se eleva ayudado por la psicotropia o se hunde empujado por la suela picuda de la traición. Si usted, lector, se sienta con sus mascotas a mirar las estrellas, si usted les habla a esos tiernos animales que evocan, en esos segundos de soledad, las formas más básicas de la comunión y el amor; si usted acaricia esos lomos, amada lectora, apreciado lector, alimenta gustoso esos estómagos, si usted salva al animalito desposeído y se encarga del débil, para la vida por venir. Si usted, estimado lector, cómplice, cara lectora, encuentra el centro de su existencia en las piedras angulares de la sociedad (Dios, las relaciones, el amor), o hace de equilibrista apoyado en las patas de esa enorme mesa que se desbarranca segundo a segundo y nos obstinamos en llamar “vida”, o, hermosamente, felicidad, salve sus manos del fuego y el calor de este pequeño ejemplar encuadernado que lo llama y lo seduce y lo atrae.
Si usted, estimado y entrenado lector, avezada y preclara lectora, cómplice, usted, se va a las páginas impresas en busca de consuelo, si en ellas suele pernoctar y da sus brazos y sus piernas y su contenido cerebral por vivir entre las creaciones de la ficción para evadir las horripilancias de este mundo ido al carajo; si usted, lector, es de esos que acarician las manos de las doncellas; lectora, si usted es de las que besan los carnosos labios de los príncipes, se maravilla con una hermosa sonrisa, cuando los seres fantásticos que habitan en los mundos creados por los escritores y su imaginación furiosa le guiñan un ojo y le dan, infalibles, la esperanza de que las cosas estarán mejor mañana y siempre; o si usted, lector, lectora, cómplice, lectora, lector, admira en las páginas escritas las infinitas posibilidades del avance, el arreglo, la rectificación y el embellecimiento y la anestesia y la respiración artificial, huya de este humilde volumen como quien se topa de frente con la peste.
También evada, escóndase, hágase de humo si usted, sensible, amado lector, si usted, esperanzada, amadísima lectora, siente el revoltijo tembloroso de sus entrañas cuando en los diarios aparecen los cuerpos degollados, los traficantes atiborrados de plata y munidos de droga, los rostros golpeados por el vendaval de desgracias, los andamios de la infancia condenados a los ojos rojos y las redadas y los pulmones secos y contaminados. O si usted, lector, lectora, cómplice, en fin, prefiere la caricia más suave y la mirada aún más pudorosa, el labio terso, el ojo intacto, el peludo lomo mórbido, el encantamiento y el subterfugio, la mentira y el afeite, corra cuando estas páginas lo acechen, entiérrese cuando estas líneas extiendan sus dedos de fuego, aléjese de la ceniza de estos muertos, no vaya a ser que repare en que la suya tendrá los mismos hedores en la noche.

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